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La tierna historia que narra Mónica Villegas

Por pudor mal entendido, pocos revelamos la agonía de un familiar: el hijo que ve como se marchita el padre, la mujer que contempla el progresivo deterioro de su pareja, la madre que aguarda el final de su hijo moribundo. El desconsuelo que se narra a cuentagotas: la espera del ocaso de nuestro ser amado.

Esta enseñanza de asumir la futura muerte no suele compartirse en tiempo real. Dicen que no es decoroso revelarla. Queremos ocultar ante los ojos ajenos, con justa razón, la imagen lánguida de nuestro enfermo terminal. Entonces cerramos la puerta del cuarto hospitalario, de la sala de cuidados intensivos, para quedarnos a solas con quien amamos, en su lecho clínico, junto a él. Y solo flota sobre nosotros, la presencia muda de eso que no vemos, pero sabemos que está ahí.

Sin embargo, la única enseñanza vital que estamos obligados a recibir, es a encarar la agonía de un familiar. La muerte personal, la de uno mismo, no pide conocimientos previos; la vivirán como experiencia dura no quien muere, sino quien asiste a nuestro final: pobre no yo, sino mis prójimos que me quieren y acaso me verán morir antes que ellos.

Pocos son los valientes que narran este proceso de testigo presencial. La tristeza nos paraliza la escritura, nos asfixia la inspiración, nos opaca la lucidez para narrar ese mal trance. Es cosa comprensible y natural. Y luego el pudor que nos induce a no contarlo, porque no es prudente y porque no es costumbre aquí y casi en ninguna parte.

Menos si se narra sin dramatismos ni sentimientos desfondados. Más bien como algo natural, entre dolores, sí, entre angustias sí, y también con un par de sonrisas que alientan a quien se atreve a leer esta enseñanza no de muerte, sino de vida, para demostrar que, pese a todos los pesares, en nuestro dominios no se oculta el sol.

Compartir esos momentos con los demás, es una forma de impartir la mejor lección a cualquier lector que recuerde su condición efímera de ser humano. Por eso, le mando mi solidaridad y afecto, a Mónica Villegas, y a su familia. O como suele decir otro buen amigo, el gran tecnólogo colombiano Germán Escorcia, quien también lucha por su vida en otro hospital de Monterrey: “poderoso abrazo con amor que se sobrepone a todo”.      

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