¿Qué edad tendrías si no supieses la edad que tienes?
–Leroy Paige
Me encontraba, hace algún tiempo, acompañando a unos amigos en una fiesta de cumpleaños.
Probablemente hoy habría olvidado por completo esa reunión, de no ser por una frase que se dijo entre Las Mañanitas y la repartición del pastel.
Una de las chicas, parte de un nutrido grupo de amigas que están por cumplir treinta años juntas, detuvo por un momento la distribución de platos y dijo más o menos lo siguiente: Miren, ella [la cumpleañera, claro] es la primera de nosotras en cumplir 35; tenemos que revisar muy bien si nos gusta dónde estamos, estar atentas a oportunidades de empleo que nos permitan colocarnos mejor, avisarnos unas a otras, porque ya cuando cumplamos 36 va a ser muy difícil que nos contraten.
Cualquiera de nosotros que pase de esa edad sabe perfectamente que esta afirmación es, en forma generalizada, bastante cierta. Un empleador prefiere sangre joven y económica, personas que genuinamente tienen total disponibilidad de horarios y no cargan con estorbos –como una antigua jefa llamó a mi hija en mi último día de trabajo–, riesgos de enfermedades crónicas y otro tipo de atrocidades que potencialmente vienen con la edad.
Este tipo de tendencia hace que muchas personas sientan que sólo se puede ser proactivo en la vida hasta más o menos los treinta años. Que si no terminas tus estudios, armaste un plan de vida o te acomodaste bien para entonces, es demasiado tarde para corregir lo logrado, y tu falta de atención o de suerte te condenan a una vida de conformismo y mediocridad.
Me gustan las historias de éxito como las de Stan Lee, quien creó a Fantastic Four cuando tenía ya 39; Julia Child, quien escribió su primer libro de cocina a los 50 años, o Henry Ford, quien revolucionó la industria automotriz pasados los 45.
Me encanta ver a graduandos de la tercera edad; empresarios que se inician con poca plata en los bolsillos, pero con mucha coronando su cabeza; valiosos hombres y mujeres que dormitaron por largos años, dejándose llevar por la corriente de la vida, y que un buen día decidieron hacer un cambio de fondo.
A veces ponemos como pretexto a los hijos, los compromisos familiares o alguna tara personal, real o inventada, para explicar el no habernos aventurado a nuevos proyectos. Sé que es más fácil decirlo que hacerlo, pero nada de esto marca el fin de un camino: mientras estemos vivos, siempre tenemos la oportunidad de ser útiles, en la versión de útil que queramos asignar al resto de nuestra existencia.
No es egoísta aspirar a un poco más. No se vale tampoco pasar a los hijos la responsabilidad de vivir sus sueños, y también los nuestros. Y es peligroso mostrarnos ante ellos como un espejo estrellado, modelándoles con nuestras propias personas lo que no queremos que sean. ¿Dónde está la lógica de ello?
Sería maravilloso que aquellos que llevamos un poco más de tiempo circunnavegando el sol diésemos la bienvenida a nuevos planes, nuevos estudios, nuevos amigos y nuevos tiempos, en lugar de comenzar a morir un poco al detenernos por completo, negarnos a ver el futuro como un tiempo que nos incluya y prepararnos sólo para decir adiós a las oportunidades, a los amigos, a la existencia.
El cómo es una pregunta cuya respuesta es única y está esperando a ser descubierta.