Es imposible ir por la vida sin confiar en nadie; es como estar preso en la peor de las celdas: uno mismo.
–Graham Greene
Hace muchos, muchos años, mi abuelo se arregló, salió de su casa y tomó un camión para ir a la iglesia un domingo por la mañana.
Llovía, y para aquellos que recordamos cómo circulaban los camiones en aquellos tiempos de pocas personas y menos higiene, se imaginarán cómo estaban las unidades de sucias, además de que las calles de Monterrey, hoy como ayer, se encontraban en estado lamentable por la lluvia, lo que hacía difícil el tránsito por ellas.
Por fin, a trompicones llegó mi abuelo al servicio dominical en ese templo que se encuentra a un costado del Mercado Juárez. En algún momento, durante la reunión, se dio cuenta de que su reloj, una de sus escasas posesiones, se había perdido en el camino.
Le entristeció perder un objeto que significaba más que la suma de sus partes, pero como solía hacer, puso el asunto en manos de Dios, y borró el problema de su cabeza.
Al terminar su compromiso en la iglesia, el abuelo revisó un poco el camino andado. Sin haber hallado nada, tomó un camión para volver a su casa. Sólo se fijó que fuera uno de los que pasaban por allá. Ya había parado de llover, de forma que buscó un asiento que no estuviera tan sucio y se sentó.
Ya cerca de su destino, y sin ningún plan en particular –el por no dejar de todos tan socorrido–, don Ricardo bajó una de sus manos y tentó un poco el piso lleno de lodo.
Al levantarla, en los dedos se encontraba su reloj.
Tanta alegría le dio, que cuarenta años después lo contaba con ese aire maravillado que sólo le he conocido a un puñado de personas, y cuarenta años después de que él me lo contó, lo estoy recordando en esta seca mañana.
…
¿Qué piensas, lector, que ocurrió aquí? Podría prever las dos respuestas más socorridas: una de elementos religiosos y con aroma de milagro –diminuto, lo sé, pero milagro al fin–, y otra basada en estadísticas y probabilidades.
La verdad es que encuentro siempre inaceptable la afirmación: yo no soy una persona de fe.
Después de todo, nos levantamos cada día de nuestra cama con la fe puesta en que nuestro día va a andar sobre ruedas; que volveremos a recostar nuestra cabeza en la almohada al ponerse el sol, con la satisfacción de que hemos cumplido exitosamente con cuanto nos demandó la jornada.
Dejamos nuestra casa y tenemos fe en que volveremos a ella, sanos y salvos.
Nos inscribimos en un curso confiando en terminarlo. Acudimos a la entrevista esperando obtener el trabajo. Asistimos entusiasmados a nuestro primer día en él, con fe en que, por lo menos, habrá una paga segura que obrará maravillas en casa.
Prestamos un libro, una prenda de ropa, la libreta de notas de la escuela, una cantidad de dinero con la confianza de que volverán a nosotros, completos y en buen estado.
Llega el momento en que queremos graduarnos como seres humanos al hacernos cargo de una nueva vida. Confiamos en que haremos nuestro mejor papel, y que el hijo resultará ser una persona de bien.
Ya sabemos que la aprensión y las preocupaciones también son fe, pero en el otro lado del espectro; mas hablaremos de ello en otra ocasión. Créanme.
La RAE, después de las acepciones religiosas, define la fe como confianza, ya sea por buena fe o por el prestigio de la persona o institución en cuyas manos nos ponemos.
Eso quiere decir que nuestra fe puede estar puesta en Dios, en uno mismo, o en los demás. Y que cada uno de ellos, de nosotros, tiene en su poder el hacer su parte en que la fe de cada persona en el mundo se vea recompensada.
Haz lo que se espera de ti en la calle, en las vías, en casa, en la escuela, en tu trabajo, con tu amistad, con tu familia. Haz tu día maravilloso, simplemente, por responder a la fe de las personas que cruzan contigo, y recibirás mucho más a cambio.
Doy fe de ello.