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Consummatum est

Cuando era niño pasábamos la Semana Santa en una vieja casona que mi mamá tenía en la otrora y pueblerina Villa de García.

Era una casa hermosa. Techos altos, arcadas, una huerta de nogales centenarios y una acequia que, para nosotros, representaba un río salvaje.

El juego empezaba desde que salía el sol y terminaba cuando nos embarrábamos las luciérnagas en la ropa.

La Semana Santa era pura diversión hasta que llegaba el Viernes Santo. A las tres de la tarde los primos y yo parábamos de jugar porque teníamos que hincarnos a rezar el Credo. No era opcional porque los dedos de mamá y de mis las tías estaban prestos a pellizcarnos el brazo a la menor distracción.

El Credo en sí mismo representaba un distractor de principio a fin. Yo no entendía eso de “creador de lo visible y lo invisible”, me inquietaba lo invisible. ¿Y cómo está eso de que Dios es engendrado, no creado? ¿Cuál es la diferencia? ¿Para qué se sienta Dios a la derecha del Padre? ¿Por qué no se sienta a la izquierda o frente a él? ¿Por qué resucita al tercer día en vez del mismo día? Y la mayor duda: ¿Cómo que los muertos resucitarán? ¿A poco regresarán los cavernícolas, Benito Juárez, Poncio Pilato y también mis abuelos non sanctos?

Mis preguntas fueron ignoradas. Y dado que no despejaban mis dudas, decidí seguir rezando para que dejaran mi brazo en paz.

En esos días primaverales, mis papás “me obligaron” a ser monaguillo en la Iglesia de Santa Catarina Mártir, en Santa Catarina. No tuve manera de zafarme.

Envuelto en una túnica roja que me quedaba rabona, con aquel calorón, sin ventilador, la misa era un “bikram yoga”. Entre el párate, híncate, siéntate, vuélvete a parar, híncate otra vez, inclina la cabeza y persígnate, terminabas empapado junto con la feligresía.

En el catecismo de esos ayeres me enseñaron que las hostias no se deben morder porque si uno las mordía les salía sangre. ¡Nunca me hubieran dicho!

Abusando de mi trajecito de acólito y pese a sentirme observado por las pinturas, crucifijos, figuras de yeso y tallas de madera que habitaban la Iglesia, me armé de valor, y como buen explorador, tomé el cáliz del altar, saqué varias hostias y las mordí una a una esperando ver la sangre.

Con miedo al principio y con aplomo al final, comprobé que la hostia no sangró. Fue un hallazgo tan revelador como tranquilizador.

Me encontraba en una encrucijada. Fui un descubridor, pero también un profanador de altares que no le podía revelar el secreto a nadie. Y menos a mis papás. Me sentía culpable, en pecado.

Sabía que las imágenes y los santitos de la Iglesia habían visto mi sacrilegio -eso pensaba-, pero bueno, consummatum est.

Tenía 12 años en esos ayeres. No tenía comunicación con mis papás, de hecho, nunca la tuve, pero esa es otra historia. Y en virtud de mi osadía, mejor decidí escribirle a Su Santidad, el Papa Pablo VI.

Redacté una carta con mi puño y letra. Le confesé lo que hice y le pregunté lo del dios engendrado, no creado, entre otras dudas Necesitaba respuestas.

Envié la misiva directito a su casa: Vaticano, Roma, Italia, domicilio conocido (así le puse).

Mi sorpresa fue que el Papa Pablo VI me respondió a las dos semanas.

Casi me da el patatús al ver el sobre membretado del Vaticano. La abrí con entusiasmo y me quedé decepcionado porque el Papa hizo caso omiso a mi confesión. Ignoró mis cuestionamientos sobre la sangre de Cristo en la hostia y todas mis preocupaciones.

No despejó mis inquietudes. El Papa sólo mandó su bendición fechada el 3 de abril de 1969, firmada, y párale de contar.

En ese entonces no valoré la importancia de la respuesta papal a un güerco osado de 12 años. Ahora sí la valoro, tanto, que la tengo enmarcada en la biblioteca de mi casa.

Mi familia supo y estaba súper feliz porque recibí una carta del mismísimo Vicario de Cristo. Yo no. Yo estaba muy desilusionado.

Y lo peor de todo es que el tiro me salió por la culata, pues mi familia vio “una señal” en la dichosa carta y decidió que yo debía ser sacerdote. ¡Bolas!

¡Mea culpa! Pensaron que el niño Andresito tenía una misión sacerdotal. ¡Sopas!

Ni tardos ni perezosos, a los pocos días me llevaron con engaños al Seminario de Monterrey. Presumieron la misiva vaticana a los sacerdotes y me insistieron hasta que se cansaron de que me quedara a vivir ahí.

Sus argumentos: “Es tu misión en la vida»… “El Papa es tu amigo”, “Tus manitas son de sacerdote”… Estaban ilusionados con que ingresaría al Seminario para después, con el tiempo y un ganchito, me entregara a la vida sacerdotal.

Yo, aterrado, sabía que me encontraba en medio de una conspiración familiar y nadé de muertito.

El papa Pablo VI murió en su palacio veraniego de Castelgandolfo, ignorando que a un jovencito explorador, con el que una vez se carteó, le hizo la vida de cuadritos.

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