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La bendición y maldición del Papa un Jueves Santo

Ya no hay temor a Dios…

Hace 5 décadas la Semana Santa aún era sinónimo de recogimiento y solemnes tradiciones religiosas, hoy es una válvula de escape, una semana de desmadre nacional que se capitaliza turísticamente.

Los hábitos han cambiado. Antes todas las iglesias estaban llenas durante los días santos, hoy son los hoteles playeros los que están hasta el gorro. ¡Me gusta el cambio!

Cuando era niño, la Semana Santa era diversión y tormento. Diversión, porque pasábamos la semana en la casa de campo que tenía la familia en Villa de García; la acequias, la huerta y sus aromas era nuestro mundo. Tormento, porque los juegos se truncaban a las tres de la tarde del Viernes Santo.

De ser dueños del regocijo pasábamos a ser prisioneros de una oración: el Credo. Debíamos rezarlo de rodillas, y si nos equivocábamos o nos reíamos, nos daban un pellizco y debíamos volver a empezar.

Eso de “espero la resurrección de los muertos” me daba miedo pensarlo, todo el Credo era un acertijo no apto para menores.

Imagínate a un niño jugando, trailaralara… Repentinamente, lo sacas de su imaginación lúdica y lo metes a la imaginación cristiana. No fue fácil, sobre todo porque un niño intenta comprender al mundo a través del juego, no de la religión.

Me considero un damnificado y, al mismo tiempo, un sobreviviente del fanatismo evangelizador de mis padres y de las tías, hermanas de mi madre. ¿Fui víctima? Sí, claro. Por fortuna, pude sustraerme de ese comportamiento presuntamente ascético.

Mi familia materna fue exageradamente católica y cuasi anacoreta durante mi infancia y parte de mi adolescencia. Por el lado paterno, en cambio, eran católicos light, no iban a misa, a menos que alguien muriera, lo bautizaran o se casara. Es más, mi hermosa abuela paterna, Margaret Butcher, era médium y curandera; me encantaba su luz. Ella era creyente a su manera, sin embargo, desde la perspectiva católica, era una bruja.

Y yo en medio de esos vericuetos familiares sin entender ni pio. Los Meza haciéndose que la virgen les habla y los Garza bien metidos en el ajo.

Así transcurrió mi infancia, entre fanáticos y valemadristas. Y nadie respondía mis preguntas. Eso de que alguien se muere y luego resucita no me cabía en la cabeza. Sigue sin caberme. Cada quien.

Siempre que hacía una pregunta indecorosa, recibía un pellizco de mamá o un coscorrón de papá, depende quien estuviera más cerca.

Luego se me prendió el foco y pensé en el mero mero: el Papa. El Papa del que todos hablan y al que todos respetan, debe tener las respuestas a mis interrogantes.

Y le escribí al Papa Pablo VI en marzo de 1969 planteándole mis dudas: ¿Cómo puede vivir Jesús en la hostia, ¿cómo es que resucitó y por qué no se quedó en la Tierra en lugar de irse al Cielo?, ¿por qué María, una niña de 14 años se unió en matrimonio con José, un señor de 90 años?, ¿por qué debo temerle a Dios?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos?… En ese tenor el tipo de preguntas que le formulé al Su Santidad.

¡Y el Papa me contestó! Desafortunadamente, no respondió a ningún cuestionamiento, se limitó a mandarme su bendición que para mí se convirtió en una maldición. Me llegó un Jueves Santo de ese fatídico año de 1969, hace 53 años, exactamente.

De eso ya escribí en el pasado y no quisiera profundizar más, sólo mencionaré que esa misiva vaticana me jodió. Toda la familia celebró la respuesta de Su Santidad porque la vieron como una señal divina, menos yo.

Y a raíz de la respuesta papal, me metieron de monaguillo, ahí me tienes domingo a domingo, en contra de mi voluntad, vestido de rojo y blanco. Luego me llevaron con engaños al Seminario, me quisieron internar por la fuerza. ¡Fue horrible!

Ahora me río, pero fue una época espantosa, de harta porfía. Después de innumerables castigos y chantajes, la libré. No ingresé al Seminario, abandoné la sotana roja, el roquete blanco y empecé a ver de reojo las tradiciones, jaculatorias, rosarios y súplicas de los días santos.

Por todo eso y más me fastidiaba la Semana Mayor.

Hoy la veo con otros ojos, unos ojos más impenitentes, menos vehementes. Aceptando las limitaciones de la condición humana y de las religiones. Y aunque continúo haciéndome preguntas y buscando respuestas, sigo sin saber de dónde venimos y a dónde vamos. Luego pienso en el Dios de Baruch Espinoza, y se me olvida.

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