Yo fui cautivo de los indios. Siendo yo un niño, mi madre me envió a la sierra cercana a recoger leña y allí me raptaron unos indios, diciendo que iban a llevarme con ellos y hacerme rico. Yo, asustado y desgarrado por el terror, imploraba que me devolvieran a mi hogar, pero ellos no prestaban oídos, sino que repetían sus promesas de riquezas como un eco insensible.
Me llevaron a un lugar en la Sierra Madre, que se conoce con el nombre de El Indio; allí ellos trabajaban una mina muy honda llamada El Huarache, pero siempre teniendo al alcance de la mano sus armas; ahí mismo ellos fundían los metales y hacían lingotes sobre todo de plata y algunos, muy pocos, de oro. El techo de la entrada de la mina era como un tesoro brillante, cargado de joyas que decían que habían tomado de los conquistadores. Y en el centro de la primera cámara de la mina, reposaba un cuadro de plata de unos 50 centímetros por lado, grueso como una cuarta, marcado con las huellas de un huarache de tres agujeros.
Al cumplir los diez y ocho años, me revelaron su secreto: tenían un túnel que atravesaba toda la sierra e iba a dar a San Cristóbal, diciéndome que me revelaban este secreto porque temían que los mataran un día de tantos, pues cada vez que bajaban a la Villa de Santiago a hacer sus compras y a vender algunas de sus barras de plata, algunos de los pobladores trataban de emborracharlos para que dijeran de dónde provenían sus riquezas, o al menos robarles las barras de plata que traían.
Una vez, esperé en vano el regreso de los indios durante tres días y al ver que no regresaban, con certeza asumí que alguien los había matado. Sin otra opción, decidí entrar al túnel, abandonar la mina por su otra boca. Después de tres días llegué todo sucio y hambriento a San Cristóbal, las gentes huían al ver mi aspecto, temerosos me negaban alimento. Incapaz de revelarles el secreto de la mina, me fui hasta a Saltillo, donde me refugié por años. Luego, junto a mi hijo, regresé a la Villa.
Decían que el primer líder de esos indios, que habían estado trabajando la mina por más de tres siglos, era el mismísimo Guajuco. Incluso después de la gran inundación de 1938, permanecían los galemes, los hornos para fundir, cercanos a un arroyo para enfriar los metales. Los lugareños pueden aún señalar una cueva sellada por piedras y tiempo, en la base de las figuras llamadas el Indio y la India, visibles desde la Villa.
Para abrir la mina, debían pronunciarse tres palabras secretas, palabras que nunca deben ser pronunciadas en voz alta. Quien las revele morirá ocho días después de traicionar el secreto. Al abrir la roca que cubre la entrada, de pie en la puerta, volteándose hacia el exterior, se ven las luces de los cirios en el templo de Santiago Apóstol.
Son numerosos los habitantes de Huajuquito que aseguran haber visto recuas cargadas de riquezas dirigiéndose a la cueva. Campesinos las siguen hasta verlas ingresar en la gruta, pero jamás escuchan cómo la abren. Desde afuera, oyen las voces de los arrieros animando a las bestias y el chasquido de los látigos impulsándolas, perdiéndose los sonidos a medida que penetran las entrañas de la tierra.
