He despertado de nuevo. Diez veces me he despertado con la misma imagen, y ya no sé si duermo o estoy en un lugar que no me corresponde.
La casa vieja huele a alcantarilla y a humedad.
Todos los olores se han concentrado en el resumidero del patio, y lo nauseabundo del drenaje me invade la nariz y la conciencia.
Los dípteros hematófagos (los méndigos zancudos) ya me tienen harto. Me cubro con la sábana, pero aún así traspasan la tela y me producen una comezón insoportable. Ya están bien gorditos los desgraciados, ya son sangre de mi sangre, pero los odio. Los persigo por todo el cuarto y los echo hacia el patio, pero por uno que sale entran cinco, y mejor los dejo en paz.
En cuanto los tengo a mi alcance los despanzurro y los dejo embarrados en las paredes descarapeladas, y me río solo, ya hasta me doy miedo.
El calor y la soledad me llevan al refrigerador para buscar comida o un refresco, pero sólo hay agua con sabor a antigüedad y a tierra.
Me desespero y me vuelvo a tumbar en la cama. Quiero dormir, pero los zancudos no me dejan. Me levanto para buscar algún libro y tratar de distraerme.
Pero hoy no tengo entendimiento ni disposición: Ni García Márquez, ni Vargas Llosa ni Neruda me pueden llevar a la irrealidad.
Quisiera sumirme en la inconciencia, pero la soledad y el hambre no me dejan, me regresan de nuevo a esta realidad llena de zancudos y de olor a podrido.
En el espejo me he visto pero ya no me reconozco. No soy el mismo de hace tiempo. Ya no sé ni lo que me hizo cambiar.
Tal vez camino por donde no me corresponde, por un lugar equivocado; me siento extraño de lo que estoy viviendo, como si estuviera en un sitio que no está destinado para nadie.
No. No debe ser. Tengo que aceptar que ésta es mi vida, sea como sea.
Espero que pueda sobrevivir a esta crisis existencial.
Voy a comenzar a vencer las barreras que me ha impuesto la sociedad, y hoy, para empezar, me voy a comer al gato.