La mujer indígena, con el entrecejo fruncido por el sol de medio día, ponía frente a los ojos de los automovilistas la receta de un médico desconocido y les exigía, casi gritando: “Dame pa´ curarlo, está muy malito y se me está muriendo…”.
Llevaba un niño blanco en el rebozo, como drogado, con los ojos entrecerrados pero se distinguían sus pupilas fijas viendo hacia ninguna parte.
Nadie le daba dinero. Era muy sospechoso que tuviera a un hijo tan blanco y más parecía como si se lo hubiera robado y le inyectara drogas para mantenerlo quieto y dormido, con el ánimo de causar más lástima y que le dieran más dinero.
Ella tenía la mirada como sonámbula mientras cambiaba del verde al amarillo y luego al rojo en el semáforo. De un segundo a otro los ojos también eran diferentes, como si despertara.
Un camión que desde una cuadra antes se quedó sin frenos le pasó por encima sin misericordia y se la llevó entre las ruedas con todo y bebé, hasta que una barda de concreto se interpuso.
El niño quedó también bajo las ruedas, pero sin daño alguno; la mujer indígena lo había protegido contra sí en un movimiento instintivo de supervivencia. Los ojos abiertos del pequeño se quedaron fijos pero no lloraba ni se quejaba a pesar del impacto del camión.
Cuando los curiosos se acercaron vieron que el niño no estaba drogado, pero que tampoco era niño: Estaba tan bien hecho que parecía real, pero era un muñeco, de esos que hacen los gringos con tanto detalle y con el mismo color de la piel humana. Hasta los poros parecían verdaderos.
Mientras cambiaba el semáforo de nuevo, las miradas blancas y yertas de dos pares de ojos se quedaron fijas, hacia el verde intermitente.