Despertó cuando un zancudo le zumbó en la oreja derecha (él dormía siempre, desde niño, sobre su costado izquierdo, y nunca descansaba mejor que en esa postura). Quiso atraparlo entre la somnolencia pero sólo consiguió golpearse de rozón en el lóbulo de la oreja, y le dolió.
Francamente enojado se levantó y prendió la luz. Su esposa se levantó entre la bruma de las 4 de la mañana y le preguntó asustada: – ¿Qué pasó?
Él no le hacía caso y brincaba sobre la cama para alcanzar al zancudo. Estuvo a punto de estamparlo con un zapato contra el techo pero una lámpara se interpuso en el camino y de pronto se quedó a oscuras de nuevo; su esposa mientras se protegía de los vidrios que caían del foco hacia la cama.
– ¿Ya ves lo que hiciste? – le reclamó la mujer.
– Est mndg hj ds… – respondió él entre dientes, aún enojado y sin hacer mucho caso al cuestionamiento de la señora.
Ella refunfuñó y agarró una cobija para irse al sillón de la sala porque a oscuras no podría limpiar los vidrios en la cama, y no tenía alguna linterna.
El se limitó a maldecir de nuevo y sacudió un poco los cristales del aposento para volver a dormir. De todos modos el zancudo ya se había escondido otra vez.
Por la mañana su esposa le recriminó de nuevo por no hacerle caso de poner mosquiteros en todas las ventanas. Él la escuchaba moviendo la cabeza nada más sin dejar de tomarle al café. Al terminar su sermón, ella le dijo al fin: -…O por lo menos compra un insecticida y un foco para que no nos quedemos a oscuras.
Ammmjjjhá- respondió él, perdido en sus pensamientos.
En la oficina todo era un caos. La auditoría estaba en el punto más difícil porque faltaban algunos documentos que nadie sabía en dónde quedaron luego del cambio de las instalaciones.
A las 8 de la noche salió embotado y con los ojos llenos de números en movimiento, pero no quería llegar a su casa para no discutir –como de costumbre desde unos meses a la fecha- con su mujer. Y se fue a caminar al parque para aprovechar el viento fresco y olvidarse de todo.
Llegó a la media noche tratando de no hacer ruido. Supo que su esposa había quitado el foco de la sala porque no prendió la luz con el interruptor. Además su rodilla se encontró con el filo de la mesa de centro, y tuvo que morderse la lengua para no gritar por el golpazo.
Con lentitud se quitó la ropa y se metió a la cama. Su esposa ya roncaba.
Al empezar a cerrar los ojos, el zancudo de la otra noche volvió a atacar.
El no durmió en toda la madrugada, porque abrió la ventana para echar fuera al intruso a escobazos, y en una maniobra evasiva el zancudo retrocedió un instante para volver junto con un enjambre de sus compañeros.
Su esposa, harta, se fue a dormir de nuevo al sillón de la sala, con la determinación de que al día siguiente habrían de poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas y resolver el bache en que había sumido su relación.
El se la pasó correteando a los zancudos y pudo matar algunos, pero decidió que lo mejor era dormir con la cabeza cubierta con las sábanas, a pesar del calor.
Amanecía cuando comenzaba a dormitar por fin. A las 7:30 sonó el despertador, pero él no tenía voluntad de levantarse.
– 5 minutos más, se dijo.
A las 11 de la mañana el sol le dio en plena cara y además sintió un piquete en la mejilla derecha. De un cachetadón, mató por fin al zancudo, y le quedó una mancha entre roja y negruzca del cuerpo embarrado del insecto.
Vio el reloj y el terror se apoderó de él. A las 9 de la mañana era la revisión final de la auditoría, y se daría el dictamen de inmediato.
Con angustia ni siquiera se bañó. Su esposa ya se había marchado al trabajo y le había dejado un sándwich, además de un recado: – No se te olviden los mosquiteros, amor. Cuídate…
Al llegar a la oficina los auditores ya se habían marchado. Y él encontró en su escritorio una carta de renuncia, nada más para firmar…