¿Unicornio? ¿Dónde rayos puede encontrarse un unicornio?
De verdad que mi jefe ya estaba más chiflado que de costumbre.
El rey le había pedido algún remedio para su debilidad, porque ya se estaba poniendo viejo aún no había un heredero al trono.
Según el padre de mi jefe, una pizca molida de cuerno de unicornio era capaz de rejuvenecer y vitalizar a cualquiera en pocos días.
Por eso me encomendaron buscar al unicornio.
¡Qué idea tan absurda! Esa criatura escurridiza a la que sólo habían visto unos pocos, no creía yo tener tanta fortuna como para encontrarla.
Pero tenía qué hacerlo. Mi patrón, un alquimista fracasado, perdió sus ahorros buscando la piedra filosofal para convertir el plomo en oro. Gastó tanto en mantener encendidos los hornos día y noche, que terminó en la ruina, y quería recuperarse con lo que le pagara el rey.
Era algo muy remoto, porque además si hallara al unicornio, no podría capturarlo sin riesgo de resultar herido.
Emprendí la búsqueda en el bosque cercano al río, a dos días de camino hacia el norte, pues era donde algunos juraron haberlo visto.
Más de una semana anduve vagando en el bosque. Me alimentaba de frutas, y con algo de carne seca que tomé prestada de la cocina de mi patrón.
Yo disfrutaba mucho en el bosque. Me tumbaba en la hierba verde a la sombra de los árboles, escuchaba los pájaros y el murmullo del río, o me bañaba en esa agua fresca y clara que me hacía sentir de lo mejor.
Empezaba a gustarme la idea de quedarme allí para siempre, cuando pasó lo imprevisto.
Al despertar de una siesta al medio día, entre los arbustos cercanos al río estaba el unicornio.
Era un animal bellísimo; tenía un color blanco resplandeciente; casi igual que un caballo de pura sangre, si no fuera por ese cuerno pardusco y deforme que sobresalía de su frente.
El hermoso animal estaba mordisqueando hierba fresca, despreocupado.
Tomé el lazo y me acerqué lentamente. Estaba tan cerca, tan indefenso, tan ignorante de mí, que me sentí como un criminal ante la inocencia.
Era algo irreal, yo, un mortal simple y sin importancia, tenía al alcance de la mano lo extraño, lo inusual, a la increíble criatura-mito.
Pero me arrepentí a último momento. Decidí dejarlo ir; yo ya tenía mi recompensa: Admirar de cerca lo que muchos en su vida no imaginaron siquiera.
Me alejaba de allí cuando escuché un aleteo. Vi una enorme sombra y corrí a esconderme.
Era un pegaso, igualmente blanco y hermoso, con alas tan magníficas e impresionantes que me quedé con la boca abierta y los ojos fijos. Era como estar en un cuento de hadas.
Pegaso y unicornio resoplaron al mirarse. Pegaso, era hembra, y se acercó sumisamente al unicornio. Comenzaron a acariciarse con el hocico, y daban bufidos de puro contento. Entre giros y cabriolas, entraron en el escarceo amoroso.
Se alejaron cada vez más, hasta que se perdieron entre el follaje. Ya no volví a verlos.
Regresé al pueblo, pero no dije nada a nadie. ¿Quién me lo creería? Al llegar tuve qué sufrir las rabietas de mi jefe, pero el coraje se le pasó pronto.
Aun sin ayuda, al año siguiente el rey y la reina tuvieron un hijo, y el soberano creyó que había sido por influencia del viejo
alquimista, por lo que lo recompensó con una bolsa repleta de oro, de la que me tocaron diez monedas.
De eso ya ha pasado algún tiempo. He gozado de cierta tranquilidad, pero tengo la ligera sospecha de que mi jefe me va a encomendar otra aventura, porque ayer se gastó su última moneda de oro…