Los turistas no sabían (porque nadie se los había dicho) que esa playa era tabú. Todos los pobladores de la comunidad rehuían hablar de ella porque creían era de mala suerte.
Los lugareños eran los únicos que temían meterse a esa playa; las leyendas ancestrales relataban de un sitio terrible donde una a una murieron todas las personas del pueblo, sacrificadas por los españoles en su afán de riqueza y conquista. Según contaban, había aún manchas de sangre entre los peñascos, sangre que a pesar de la lluvia y el salitre, no pudo ser borrada.
También en una roca gigantesca había pictogramas con que los antiguos sobrevivientes refirieron la matanza. Era pues, un lugar sagrado, que hablaba de dolor.
Contrastaban los relatos, con la arena fina y blanca, y con el oleaje tranquilo que acariciaba la orilla. Los niños visitantes recogían pequeños trozos redondeados que parecían de un coral muy fino, además de cangrejos con casa de caracol y conchas de colores rojizos.
La extensión de la playa era de un kilómetro, y estaba rodeada de cerros escarpados, excepto por un promontorio al cual cruzaba un sendero hacia el pueblo. Los enjambres de zancudos acechaban la vereda rodeada de hierba, por lo que era preciso correr para evitar los piquetes.
Había un pequeño cementerio en un camino que se bifurcaba del principal hacia el mar. Las cruces blancas emergían neblinosas entre las palmeras y la vegetación crecida, y evocaban una relación extraña, sutil, de ese lugar con entrañas de silencio y el duro golpe del mar contra las peñas.
El espanto de la oscuridad era el motivo para ahuyentar a los visitantes, que alegraban con su bullicio, sí, pero que también debían dar paso a la tranquilidad para los fallecidos.
Cuando llovía, del océano se levantaban los gruesos goterones, como queriendo escapar de nuevo hacia el cielo; el oleaje se llenaba de un manto difuso, como de nieve, pero los truenos se magnificaban por el eco montañoso y hacía renacer miedos ya olvidados.
Las corrientes de agua superficial arrastraban los restos de madera podrida hacia la playa, pero con el constante choque del mar se desmenuzaban todas las basuras, lo que no evitaba que una fina capa de polvo flotara como sombra de nube y espantara a los peces.
El sopor del mediodía provocaba una placidez que hacía olvidar las penas, y soñar con aquel tiempo primigenio en que el hombre era feliz.
Pero de noche los perros hurgaban en el cementerio y se llevaban en el hocico los restos de los difuntos, para luego enterrarlos en la arena.
Los trozos que los turistas recogían de la playa no eran de coral, sino los huesos redondeados que el océano devolvía con la marea baja luego de acariciarlos con ternura en su regazo, para que tuvieran de nuevo un lugar entre la alegría de los vivos…