jueves, diciembre 26, 2024
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Monterrey

La moneda de la discordia

—Yo estoy aquí para cuidar la casa hasta que se venda, don Alejandro. De día cuido la biblioteca del pueblo, de noche me vengo a esta casa y dormito a ratos, puras siestas, ya saben que los viejos dormimos poco, y mal, y no es lo mismo de día que de noche, porque siempre tengo algo qué hacer cuando hay sol. Yo ya estoy cansado, imagínense, casi cumplo un siglo, espero que se venda pronto la finca para poder estar tranquilo. Está muy bonita, y muy bien cuidada, era de los señores de la hacienda, pero se murieron ellos, y sus hijos no querían vivir en el pueblo, entonces los herederos la pusieron en venta, pero piden mucho dinero y no se ha podido vender. Tiene buenos cimientos, las paredes son dobles, de ladrillo grande y macizo, toda la estructura está muy bien conservada.

Aquel hombre de habla pausada y mirada triste abría cada puerta y cada ventana en la ex hacienda para que los posibles nuevos propietarios se convencieran del buen estado de todos sus rincones. Uno de los posibles clientes, joven e inquieto, desconfiado; el otro, mayor, de mirada acuciosa y sonrisa amable.

—Atrás están los potreros, pero ya no hay caballos ni ganado, solamente quedan las bardas y algunos chiqueros en pie. Todos los animales fueron vendidos desde hace mucho. Pero la casa, la casa es otra cosa, es una belleza, y se respira la

tranquilidad, aquí ni quién se acuerde que existe el mundo allá afuera.

Era un pueblo mágico y las propiedades estaban bien cotizadas, sobre todo las más antiguas. Dos visitantes habían pedido las llaves de las dos casas que pensaban comprar para convertirlas en hoteles. Una estaba casi en ruinas, por lo cual habría qué restaurar lo rescatable y demoler lo que estaba ya derruido, incluidas habitaciones donde quedaban nada más las vigas sin techo pero en el piso montañas de guano de murciélago y los despojos entre animales muertos, basura y lodo. La otra casa en cambio, al final de la calle principal, guardaba intacto el señorío de sus mejores años, como si el tiempo dentro de ella se hubiera detenido.

—Nada más no se van a poder quedar a dormir esta noche, porque no hay muebles. Están guardados en una bodega del pueblo vecino, y hay que contratar una camioneta de mudanza, si es que hacen el negocio y se quedan con ella. Son muebles viejitos, de la época porfiriana, pero bien cuidados también. Ah, y tienen qué pedirle permiso al ánima de la persona que anda en busca de su moneda, porque se le olvidó dónde la dejó. Deben decirle: “Ánima del purgatorio, te aseguramos que no tenemos tu moneda, anda en paz a descansar por esta noche”.

—¿Moneda? ¿Qué moneda? –preguntó impaciente el más joven de los visitantes.

—Una moneda de plata muy antigua encontrada por esta persona en su niñez; le preguntó al Padre de la Parroquia en aquel entonces qué significaba todo aquello escrito que no comprendía, y se aprendió la explicación así de corridito, como un sonsonete, que repetía para que no se le olvidara: “Las columnas de Hércules, coronadas, símbolo del estrecho de Gibraltar, y plus ultra, que significa la abreviación de non terrae plus ultra, no existe tierra más allá. La letra R del ensayador Francisco del Rincón, debajo de los pilares. La leyenda Carolus et Ioana, de Hispania et Indian D G, que significa Carlos y Juana, reyes de España y las Indias, por la gracia de Dios, con varios ornamentos entre las palabras, sin fecha, de las primeras monedas acuñadas en el territorio de la Nueva España. Bajo Carlos y Juana, leones y castillos en los cuadrantes con una corona, una granada debajo, flanqueadas por la marca de la ceca de la casa de moneda de México, y una cruz griega que representa el valor por ocho reales de plata”.

—Ah, una moneda columnaria. Pero tengo entendido que de esas monedas sólo existen tres ejemplares, encontradas en un naufragio, y que las demás están perdidas –refirió el mayor de los posibles compradores.

—Esta hacienda nació como una merced concedida por la corona española a Juan de Villaseñor ante sus servicios prestados durante la conquista de la Nueva Galicia, en colindancia con la Nueva España, en 1542 eran más de mil 750 hectáreas, que crecieron y se convirtieron en una hacienda de las más grandes en

todo el territorio de colonización. Por eso entre los españoles que se asentaron en estas tierras, había soldados de fortuna que cargaban con sus riquezas a donde quiera que los contrataran, y más de alguno habrá perdido sus monedas de oro y plata entre tanto combate contra chichimecas, caxcanes y tecuexes, hasta la pacificación. De aquel entonces procede esa moneda columnaria, extraviada de algún bolsillo español y descubierta cientos de años después por ese niño que se sintió primero afortunado pero luego obsesionado con aquel pequeño tesoro, el cual habría de traerle problemas toda su vida, al querer protegerla de todos quienes se le acercaban y a quienes creía con la ambición de robársela. Más le hubiera valido no encontrarla nunca porque hasta después de la muerte sigue como ánima en pena, en busca de esa incordiosa moneda; hasta le salió un callo en la unión de las falanges de cada dedo pulgar, de tanto que la acariciaba todo el día y todos los días.

Recorrieron las 20 habitaciones, los cinco baños cada cual con su tina de baño antigua, la cocina con recubrimiento de talavera y chimenea de piedra, el patio interior con piso de terracota, el comedor anterior con piso de mosaico, la sala con piso de mármol, además de un pequeño estudio con estantería empotrada ideal para una futura oficina administrativa.

—Pues no se diga más, esta casa es una joya colonial, ya me imaginé los espacios, no le hace falta más que el mobiliario, acondicionar los arcos y el patio central como comedor, reponer algunas tejas, rescatar y renovar los muebles añosos, y darle una

buena impermeabilizada al techo, para evitar que haya humedades –señaló el mayor.

—Hay una pileta grande muy bonita, con recubrimiento de pórfido pulido y piso de pórfido basto para evitar resbalarse, donde se refrescaban y se bañaban los patrones, pero cayó en el olvido y ahora está llena de tierra, si ustedes gustan podrían habilitarla como piscina –indicó el cuidador –y pueden salir por la puerta del fondo.

—¡Excelente! Nos ahorran el trabajo de construir una alberca –se alegró el joven.

Caminaron hasta el centro del patio interior, a una pequeña fuente de piedra sin agua, donde sintieron el aire fresco aquel mediodía de verano.

—Situados en ese punto, se escuchan las voces que provienen de todas las habitaciones, es el lugar más fresco en verano, pero también las paredes amuralladas resguardan del aire frío en invierno –refirió el vigilante desde una de las esquinas.

De pronto lo perdieron de vista.

—Señor… ¡Oiga, señor! ¿A dónde se fue? –preguntó el más joven.

Desde el zaguán, un hombre les gritó, con un acento entre alarmado y furioso:

—¡Hey, ustedes! ¿Quién los dejó entrar?

—Somos los interesados en la compra de la finca, como no encontramos a nadie en la oficina de la inmobiliaria, vinimos a ver si había alguien aquí, o si podíamos ver algo desde las ventanas. Nos abrió la puerta un señor ya grande, muy amable, nos mostró la propiedad, nos aseguró que era el cuidador, debe andar en alguna de las habitaciones –precisó el mayor de los visitantes.

—Yo soy el promotor de la inmobiliaria y yo tengo las llaves. ¿Les dijo su nombre?

—Ahora que lo pregunta, no, ni nosotros le preguntamos, a mí se me hizo una falta de respeto preguntarle después de toda la confianza y la paciencia que nos tuvo, porque nos trató como si nos conociera de toda la vida, a mí me habló por mi nombre, yo tengo la sensación de que ya lo había visto en otra parte… —comentó el futuro comprador.

—Ustedes hablaron con don Aristeo, el cuidador de la hacienda. Sólo que hay un detalle: él murió desde los tiempos de Pancho Villa, cuando unos revolucionarios quisieron meterse a la finca; a uno de ellos se le fue un disparo al descolgarse por la pared de piedra del corral, y la bala perdida por desgracia le tocó a don Aristeo. Se escaparon sin llevarse nada de valor. Nomás hicieron la maldad y se largaron.

—Nos contó una historia de un ánima del purgatorio y de una moneda muy valiosa.

—Ah, pues él es el mismo de quien les habló, él tenía esa moneda de la Nueva España, siempre la acariciaba entre sus dedos y repetía la cantaleta de Carlos y Juana y los leones y los castillos y todo eso, pero al morir nadie supo en dónde la dejó, porque cuando venía a cuidar la hacienda la escondía. Puede estar en cualquier lugar de todo el pueblo. Sólo él sabía dónde la guardaba para que no se la robaran. Es una historia ya vieja, todos los pobladores la conocen y cada uno la cuenta a su manera. Los buscatesoros revisaron su casa, el jardín, la biblioteca, y hasta el templo. Dicen que a veces se aparece entre sueños a cualquiera que anochezca y se quede en el pueblo; como una sombra, se les queda viendo fijamente para ver si están bien dormidos, rodea la cama y busca entre los bolsillos mientras la persona está somnolienta, inmovilizada por el miedo. Al ver que no la tienen en esa casa, va a la siguiente casa, y eso se repite hasta que le da la vuelta a todo el pueblo, y empieza de nuevo. A nosotros ya no nos parece extraño, ya lo vemos como algo normal, y hasta platicamos con él en el sueño. Siempre pregunta por su moneda; algunos dicen que la escondió en la finca, por alguna parte, puede ser en las paredes, en los cimientos, en el techo, en el pozo, debajo del horno en la cocina, y aseguran que quien la encuentre se volverá rico, pero para eso, tendrá qué tumbar la casa en la búsqueda, porque fue construida de tal manera que al destruir cualquier parte, el resto se vendrá abajo parte por parte, como fichas de dominó.

—La verdad, la finca es una joya colonial, hasta sorprende lo bien conservada que está, nosotros tenemos el propósito de resguardarla como un tesoro patrimonial, convertida en un hotel—museo de lujo, sin hacerle modificaciones más que una limpieza a fondo y si acaso, repintarla con los colores originales en terracota y blanco, y reponer los azulejos que estén dañados. No vale la pena escarbar porque se echaría a perder el piso colonial, y lamentaríamos cualquier daño. Le aseguramos que valoramos la casa tal y como está, en lugar de aventurarnos a escarbar por una moneda que nadie sabe si existe, o si sigue en este pueblo. No podemos hacer caso a un rumor. ¿Qué tal que alguien ya la haya encontrado y se la llevó, y sólo dañaríamos en vano la propiedad? La casa vale más por sí misma que por cualquier moneda, por muy valiosa que fuera –afirmó el ya seguro comprador.

Y repuso, con un temblor de voz por un escalofrío visible:

—Ya me acordé dónde había visto a don Aristeo… fue en una foto antigua de un libro, él encabezaba la procesión de los dolientes en el atrio del templo del Señor de la Misericordia…

En el panteón viejo cercano de ese pueblo mágico, debajo de una tumba consignada a perpetuidad y escurrida por una rendija entre un destruido ataúd de madera y un monumento de mármol frío, una moneda de plata de ocho reales se encaja en el terreno pedregoso, ennegrecida por la pátina, irreconocible ya por tanto frotarla durante una vida entera, con tan sólo distinguibles

dos columnas, una cruz griega y la leyenda “plus ultra” (más allá), y perdida para siempre a los ojos del mundo…

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