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Mi cochecito, color vino tinto

Era “mi zapatito”, porque se asemejaba a un zapatito de bebé. Pero al subirse, por dentro era un poderoso león. Bueno, sigue siendo. Digo era en sentido figurado, porque por circunstancias de la vida ya no es mío.

Vayamos a la prehistoria.

A un amigo, Rubén, se lo pagó su patrón a cambio de trabajo. El patrón, era un hijo de papá a quien se lo habían heredado y se le hizo fácil deshacerse de él porque se iba a casar; a su novia no le gustaba pues le pretextaba que por tener dos puertas, era difícil su acceso a las plazas traseras, y su mamá era, dicho con todo respeto, demasiado voluminosa (luego supimos que era pretenciosa y le decía a su hija que un dueño de empresa merecía un auto más grande, con al menos cuatro puertas, para poder llevar a la familia).

En ese auto, por fin aprendí a manejar. Sólo tenía qué aportarle a Rubén para la gasolina, y junto con Rodrigo y Luis Jorge nos aventurábamos a la zona industrial de la ciudad, donde por las tardes cesaba el tránsito de las unidades de carga.

Yo arrastraba el trauma de que a los 14 años cuando quise aprender a conducir, en una ocasión junto con mis hermanos tomamos prestada la unidad de mi padre, un camionetón Chevrolet 57 que usaban para cargar herramientas y refacciones del taller mecánico destinadas a la reparación de muelles.

Cuando me tocó el turno al volante, aunque circulaba lento, de pronto a media calle se iban a atravesar una señora y sus dos hijos. Intenté frenar pero la unidad avanzaba, a causa de la inercia por la pesada carga atrás. Mis hermanos me gritaban: “¡Frena, frena!”, mientras yo pisaba el pedal pero seguíamos el avance, porque era una calle de cuesta empinada. La señora, en un grito también, se arrepintió y jaló a sus hijos, quienes retrocedieron y subieron de nuevo a la banqueta, en tanto el camionetón pasaba frente a sus narices, a medio metro de distancia.

Aterrorizado, me di cuenta de que estuvo punto de ocurrir una tragedia, le dije a uno de mis hermanos que tomara el volante, abrí la puerta y me bajé de prisa, aun con el vehículo en marcha, sin querer saber nada más. Uno de mis hermanos, en ese entonces de 12 años pero más hábil y más experimentado que yo, detuvo la unidad, justo enfrente de nuestra casa, mientras mis padres ya nos esperaban, espantados, pero con sendos castigos para una buena temporada.

Pues nada, que luego de ese trauma no había tomado el volante de ningún auto, hasta que a los 30 años, cuando mi amigo Rubén adquirió el Renault 5, completé el aprendizaje.

Precioso, respondía a la primera, veloz, espacioso para el grupo de 4 y a veces 5 que subíamos a él, era muy fácil de conducir, cabía en todas partes y nunca nos dejó tirados, con un motor muy confiable a pesar de sus años encima.

Era una chulada de coche, de un elegante color vino tinto, modelo `72, con 41 caballos de fuerza, ligero, veloz, muy ágil y de un tamaño ideal para rebasar, un poco levantado de la suspensión trasera para librar los topes y los baches asesinos de algunas calles. Y tan ahorrador de gasolina que daba gusto. Me enamoré del cochecito. Por eso le pedí un día a Rubén que me lo vendiera, en pagos cómodos. Y accedió.

Yo era feliz, con mi primer auto, además de que me sentía más maduro y con más responsabilidad para manejar. Y estaba cansado de andar en taxis y en autobuses colectivos; con lo que me ahorraba de transporte, pagué las mensualidades de mi carrito, “mi zapatito”.

Por aquellos años yo pretendía a quien luego fue mi esposa. Y un día que sus papás, ya mayores, tenían un compromiso pero su auto estaba en reparación, me ofrecí a llevarlos.

Moví los asientos delanteros para que pudieran entrar y el señor no tuvo problema. Pero cuando la señora se quiso subir atrás, en una maniobra extraña se le atoró la bolsa con la puerta y cayó hacia un lado, con las manos por delante. Por la fuerza al caer se le torció un poco la mano izquierda. Ya sentada se dolía de la torcedura.

Mi novia se me quedó viendo, con cara de reproche. Como su auto familiar era de cuatro puertas y la señora siempre iba en el asiento del copiloto, nunca habían tenido incidentes.

—Hay que comprar otro coche —me dijo mi novia, así, de botepronto.

—Pero no he tenido ningún problema con él –le repuse—; bueno, esto lamentable que acaba de pasar, pero al contrario, es un super coche, a pesar de los años que tiene, además de que si lo restauramos aumentará su valor como un clásico. Y yo se lo pienso dejar de herencia a nuestros hijos, cuando los tengamos. Aunque primero los enseñamos a manejar, pues.

—Por eso, hay que pensar en la familia que tendremos –agregó ella.

Desde un año antes de la boda, todo mi sueldo se iba en una y otra cosa de los preparativos. La familia de mi novia, más bien mi próxima suegra, quería que toda la ciudad se enterara del enlace, y entonces fue que buscamos el mejor lugar (o al menos el más conocido y afamado), contratamos el mejor banquete y el mejor servicio. Y toda una parafernalia de arreglos, adornos, regalitos para los invitados, invitaciones y etcéteras.

Y además del dinero, destiné todo el tiempo también para la boda.

—O tus amigos o yo— me dijo mi novia un día, luego de un fin de semana que no nos vimos, pues la pandilla de los 4 nos fuimos a bordo del carrito en una feliz odisea a la playa para despedir de la soltería a Rodrigo.

Grave error, el no haber puesto límites, porque por ese motivo no pude invitar a la boda a mis tres mejores amigos, ni a ninguna de mis amigas, a causa de los celos infundados y del carácter posesivo de mi novia.

—Ya se le pasará luego, cambiará su forma de pensar, está nerviosa y presionada por la boda –pensaba yo.

Iluso.

Por esas mismas veleidades, por los gastos cercanos de la luna de miel al mejor lugar del Caribe, con todo el dolor de mi corazón tuve que sacrificar y vender mi Renault 5, a un precio menor del real pero que sería suficiente para librar el compromiso.

Fue como desprenderme de una parte de mi corazón, de una parte de mi vida y de mi historia, porque además era mi símbolo de independencia y de libertad, de haberme librado luego de muchos años de aquel trauma de mi infancia.

Con las responsabilidades del matrimonio, con las discusiones frecuentes con mi esposa por sus ambiciones de obtener más propiedades en el menor tiempo posible, con las pretensiones de encontrar trabajos donde ganara mucho dinero, tuviera mucho prestigio y además estuviera siempre temprano en casa, mi vida ya no fue mía. Me distancié de mis mejores amigos. Mis días se convirtieron en un transitar de la casa al trabajo y viceversa, para pagar las deudas y guardar las apariencias.

Hoy, por las vueltas que da la vida como una rueda de la fortuna, yo estoy divorciado, sin trabajo, vivimos cada quien por nuestro lado, ella con la custodia de mi hijo. Perdimos el Renault 5 y ninguno de los dos tiene auto; ya no se lo podré heredar a mi pequeño.

Los nuevos dueños del Renault 5 lo restauraron, quedó impecable, pintado como auto de rally, y le afinaron el motor. Precioso, flamante, de lujo. Cada vez que veo el coche cuando pasa rugiendo por enfrente de mi casa, la nostalgia me invade, me trae recuerdos de cuando yo vivía de manera modesta, sí, pero soltero, feliz, y tenía amigas, y a mis tres mejores amigos… y suspiro…

No sé cómo, no sé cuándo, no sé cuánto me cueste, pero hoy mi propósito es recomprar “mi zapatito”, porque siento y estoy seguro de que al recuperarlo, de verdad, habré de recuperar mi vida…

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