Estaba a punto de perder. O así lo sentía. Pero en el último parpadeo antes de rendirse, recordó cuando su padre y su abuelo lo llevaron a los seis años a pescar al mar, y le explicaron que la paciencia es parte de la disciplina, porque nunca hay que darse por vencido.
José Manuel respiró, contuvo el aliento diez segundos, mientras intentaba afianzarse más del cinturón de su rival en la lucha leonesa, se hacía fuerte con los pies y rogaba por no resbalar ni perder el equilibrio. Las rodillas le dolían por tantos golpes recibidos en los intentos por hacer caer a los contrincantes, durante ya diez combates al hilo. Estaba cansado y bañado en sudor.
“Respira, concéntrate. Respira, respira…” — pensó.
Rememoró el momento en que su padre cargó al pez amarrado, que le doblaba en peso. Aquella había sido una pelea legendaria para atrapar a un monstruoso sábalo real de 170 kilos y casi dos metros y medio de largo que llegó extraviado al norte de la península ibérica, después de que fuera arrastrado por una corriente traicionera hasta el golfo de Vizcaya, y del cual si no lo hubieran atrapado tan pronto su destino habría sido alguna cocina afortunada en la costa del Canal de la Mancha.
Con los frutos de esa jornada alcanzaría hasta para convidar alguna porción a los peregrinos quebrantados y exhaustos en el
camino de Santiago, como agradecimiento por la magnífica pesca. Si es que lo lograban.
Aquel tarpón carnívoro andaba en busca de salmones maduros y había espantado al banco de peces que los aventureros seguían desde un día atrás y tenían ya en la mira, casi al alcance de la mano. En el barco los amigos leoneses supieron que un pez grande se acercaba porque los espantados salmones daban saltos descomunales fuera del agua, en un intento desesperado por salvarse y regresar contracorriente a desovar por instinto a las aguas continentales que los vieron nacer.
Su papá Manuel lazó al sábalo real con una maniobra hábil de jinete arriero, pero aquel pez portentoso lo jaló hasta la proa, donde en segundos de angustia estuvo a punto de tirarlo por la borda. Manuel, con un requiebro de cintura digno de los grandes de la lucha leonesa, se hizo fuerte, con varias vueltas recogió en el antebrazo la soga y con un giro sorpresivo levantó en vilo al tarpón y lo azotó en la cubierta, de una manera tan enérgica, que el pescado ya aturdido no hizo por brincar más, y boqueó hasta que uno de los amigos pescadores, aspirante a novillero en su juventud, con un puñal a manera de estoque para el descabello, terminó la agonía de aquella bestia marina.
La hazaña había quedado marcada para la historia de Castilla y León en España, y tanto su abuelo materno como su padre quedaron perpetuados en la memoria entrañable de aquel grupo de aventureros, quienes en aquel tiempo tomaron como firme
propósito ser pescadores el resto de la vida para no morirse de hambre, ni ellos ni sus familias.
La moraleja que escuchaba de su abuelo, y que le había quedado clavada en el fondo de la consciencia al igual que aquella escena digna de una lucha de titanes, era: “No tengas miedo de practicar los aluches en la vida diaria, porque pueden representar tu supervivencia o la de tu familia”.
José Manuel respiró a fondo, hasta no poder más y contuvo el aliento por varios segundos de incertidumbre; hizo un quiebre de los hombros hacia adelante, crujieron sus huesos del esternón frente al mediastino y sintió que la fuerza le regresaba al cuerpo.
En el forcejeo de aquel abrazo agotador, poco a poco y con los ojos cerrados inició un movimiento prodigioso, levantó en vilo a su contrincante Juan y lo sostuvo en su hombro derecho, con el propósito de darle la vuelta con un jalón en el último segundo y hacerlo tocar el suelo con la espalda. Los espectadores alrededor del corro, hombres, mujeres y niños, estaban boquiabiertos y exclamaban “¡Aaaaaaahhhhh…!” entre el asombro por la proeza y la desesperación por ver el desenlace inminente de la lucha final para el campeonato.
José Manuel abrió los ojos y vio patalear y manotear en el aire a su indefenso adversario cual si estuviera trepado en una bicicleta invisible en un mundo al revés. Percibió de reojo su mirada de desconcierto, y casi divertido escuchó sus resoplidos
desesperados. Pero entonces sintió que el cinturón de cuero estaba a punto de romperse.
Comenzó a bajar despacio a Juan, porque una maniobra repentina podría hacerlo caer de cabeza. Y para que su rival no se rompiera el cuello, José Manuel hizo acopio de resignación. Se hincó de pronto en la rodilla derecha, hundió las uñas en el cinturón que crujía a punto de tronarse, y sostuvo así a Juan, hasta depositarlo en el suelo, a salvo.
—¡Punto y caída para Juan! —gritó el árbitro, mientras el aludido, vacilante y con los ojos bizcos trataba de espantarse las telarañas de la sangre que le inundaban todavía el cerebro luego de estar suspendido de cabeza y a un punto de la tragedia.
El cinturón le había fallado a José Manuel. Había perdido por ese pequeño inconveniente. Pero no le importó. Prefirió perder una vez, que dañar de por vida a su rival, o peor, cargar con el remordimiento de una muerte. Ya tendría más oportunidades de triunfar.
Con la satisfacción del deber cumplido, repasó de nuevo las palabras de su abuelo materno con nombre bíblico, don Josafat, quien con generosidad había compartido con su yerno y su nieto los conocimientos y la tradición de los aluches, y parafraseaba el juramento Olímpico para aplicarlo en la vida: “Sé el más rápido, el que vaya más alto, el más fuerte, pero siempre juega limpio, y
recuerda que ninguna pelea ni cualquier combate deben ser más importantes que la vida de tu prójimo”.
Su abuelo cobró fama entre sus compañeros de tropa porque en la guerra civil de España aunque varias balas le quemaron la carne, entraron y lo perforaron en sedal, nunca mató a nadie de las fuerzas contrarias. Esperaba al enemigo, en la lucha de uno a uno, desarmaba a su rival con habilidad, lo levantaba con mañas, lo dejaba caer como un costal y le hacía perder el conocimiento por sofocación, al más puro estilo de la ancestral lucha leonesa. Cualquier pobre desgraciado que caía en sus manos terminaba magullado y adolorido, pero venturosamente vivo; eso sí, sin armas, amarrado de las manos, atado a cualquier árbol, y con la lección de que entre hermanos de patria, entre seres humanos, la vida es sagrada.
Depositó un beso en sus dedos índice y medio, los elevó al cielo y musitó una plegaria breve, que nadie más escuchó:
— Gracias, abuelo Josafat, gracias, papá Manuel, los quiero, Dios los tenga en su gloria. Siempre los recordaré…