La niña estaba recostada en el sillón afuera del consultorio del hospital, donde hacía antesala con su mamá. Tenía fuertes dolores en el vientre y se retorcía llorando. Pero no hablaba. Terca y hosca, se negaba a decir una palabra.
El doctor esperaba en la puerta los resultados de los análisis urgentes que solicitó. Ya había pasado mucho rato.
La señora le mostró la pantalla del teléfono celular al médico.
—Doctor, mire, encontré este artículo en el Internet, usted sabe de esto. Dice que “el trastorno depresivo persistente, llamado también distimia, puede causar depresión crónica, psicosis, con alucinaciones y delirios. Puede ir acompañada de disforia, estado de ánimo contrario a la euforia”. Y además trastornos alimenticios como anorexia nerviosa y bulimia. Mi hija tiene 17 años, su papá murió cuando ella tenía 12. Desde entonces está deprimida, siempre está triste, pero ahora últimamente casi no come, y lo poco que come, lo vomita; no quiere decirme qué es lo que le pasa. No le conozco ningún novio, y casi no sale, pero desde hace dos meses no ha tenido su período y yo temo que esté embarazada…
Una enfermera llegó apresurada con un enorme sobre color mostaza y se lo dio al doctor.
El médico sacó una de las radiografías, la puso al trasluz y se la mostró a la señora. Había una gran mancha blanca en medio.
—Mire. De hecho, la distimia es el menor de los males de su hija en este momento. Su niña padece de tricotilomanía, o tricofagia, el síndrome de Rapunzel. Ella se come el cabello. Usted me dice que ella está triste de manera crónica, y a las personas que padecen este mal se les manifiesta de diferentes maneras; en su caso ella ingiere el cabello, pero los jugos gástricos no lo digieren. Esto es más común de lo que se imagina, cuatro personas de cada cien en el mundo, sobre todo mujeres, se jalan y se arrancan el cabello para comérselo, es una manera de encontrar satisfacción y alivio a sus angustias. La verdad, es una obsesión inexplicable porque por lo regular a cualquier persona le da asco encontrar un cabello en su comida.
Continuó.
—Su hija no puede comer pero no porque tenga anorexia, ni bulimia, ni ningún otro trastorno alimenticio; no come porque su estómago está que revienta, invadido por el cabello enredado, y no le cabe nada más, solamente aprovecha el poco alimento líquido que tiene a su alcance. Y por lo que veo en la radiografía ya no tenemos más tiempo, es urgente una operación aquí mismo en el hospital. Yo mismo voy a intervenirla.
La niña se desmayó por el dolor cuando dos enfermeros llegaron para trasladarla; al subirla a la camilla parecía un pajarito desplumado y casi no pesaba, como si fuera una niñita de diez años. Entonces comenzó a convulsionarse.
Tres horas después, en el quirófano, el médico cirujano sostenía en sus manos el bulto sólido de cabellos del que escurrían jugos gástricos y sangre; pesaba alrededor de un kilo y medio y tenía la forma casi perfecta de un estómago.
—¡Va para tu colección!— le dijo entre risas y tras el cubrebocas uno de sus colegas que lo ayudó.
El médico cirujano asintió y echó aquella masa oscura de cabellos en una bolsa esterilizada, con cuidado para que no se deformara; comenzó a suturar y a cerrar las frágiles entrañas de aquella adolescente caprichosa y berrinchuda, que hacía frente al mundo de una manera patológica aun en contra de su propia vida.
Ya luego de la operación, en su consultorio, buscaría algún contenedor transparente apropiado para la exhibición pública de aquel trofeo de cabellos enmarañados, que fueron acumulados y entretejidos por una tristeza crónica.
Al anochecer, la niña despertó muy adolorida y con muchas náuseas, recostada en una camilla, en un cuarto pintado todo de blanco que olía a vitaminas, o más bien a medicinas, y casi cayó al suelo al voltearse sobre su lado izquierdo para vomitar; depuso una espesa baba amarillenta y amarga con hilillos de sangre, que en el suelo se estampó como si fuera un huevo estrellado.
La invadieron la tristeza y la incertidumbre. Levantó una sábana que la cubría, se vio el abdomen vendado totalmente y al tocarse un poco le dolió hasta el alma. Habían pasado los efectos de la anestesia, pero no podía levantarse. Estaba conectada a tres botellas de suero con antibióticos y analgésicos dosificados, colgantes de un tripié con rueditas.
Se sintió desesperada, llena de ansiedad. De manera automática y compulsiva se llevó la mano derecha a la cabeza para arrancarse cabellos y comérselos, tal y como se había habituado desde unos meses atrás, porque encontraba alivio en ello sin saber por qué; cada cabello que arrancaba, siempre de a uno cada vez, lo enredaba en un dedo, lo olisqueaba antes y luego se lo llevaba a la boca, lo mantenía varios segundos entre la lengua y los dientes, jugando a formar figurillas imaginarias, para deglutirlo después con satisfacción. Para ella eran segundos deliciosos y reconfortantes, de gran placer, casi de éxtasis, en que se distraía de sus problemas y se olvidaba del mundo.
Pero con sorpresa y terror se dio cuenta de que ya no tenía cabello: la habían rapado durante la operación, no le quedaban ni rastros de su sedosa cabellera de 120 centímetros de largo, aquella que peinaba, acicalaba y trenzaba cariñosamente durante horas y la cual era su orgullo desde hacía años, a la que todos elogiaban y había sido orgullo de su papá también.
Entonces sus ojos se iluminaron con una idea que consideró genial: Comenzó a arrancarse y a tragar uno a uno los pelos de las pestañas y de las cejas, los vellos de los brazos y todos los que pudiera encontrarse en el cuerpo.
A pesar de que su familia lo rechazara con asco y horror, ese habría de ser el consuelo único para su tristeza crónica, por el resto de sus días: Comer sus cabellos y pelos a escondidas, aunque ya con menor frecuencia, bien mezclados con los alimentos y muy recortados, para evitar que con el paso del tiempo se enredaran sin remedio y le formaran otro amasijo sólido y negro en su pequeña barriga…