El dolor palpitante y agudo se clavó en el costado derecho, donde terminan las costillas. Constante, y peor cada vez al respirar. Se fue el apetito. Se quedó una sed atosigante. Tras cinco días en urgencias y en piso del hospital, rayos x, ultrasonido, múltiples extracciones de sangre para análisis y al final una tomografía, el diagnóstico fue más claro.
Vino el gastroenterólogo, me dijo que ya vio el ultrasonido: Que la vesícula está horrible, espantosa, irregular, gruesísima, torcida, muy anormal, y salvo más análisis, es inevitable que me operen, pero cuando baje la inflamación, porque podría tronar en cuanto la toquen y todo se puede regar. Comenta que podría ser por causa de alguna infección por salmonelosis o alguna bacteria que se alojó y se quedó a medrar como un parásito. Que nunca le había tocado ver una vesícula tan fea. Han sido años para llegar a este límite: Años de malpasadas, de ayunos prolongados, de excesos, de malos hábitos, estrés, presiones, fumar y tomar aunque haya dejado estos vicios desde hace mucho tiempo. Estas son las consecuencias para el organismo, que hoy reclama por el maltrato.
Días antes de la operación, tuve que hacer lo que nunca me había imaginado siquiera: Escupir un bocado de un delicioso queso manchego, un segundo antes de comerlo. Ya lo había masticado y lo saboreaba, y lo iba a deglutir, cuando resonó la voz del doctor Meneses en su consultorio: Absolutamente nada de grasas. Olvídese, nada más verdura cocida, arroz, pechuga de pollo asada y sin aderezos, libre de grasa por supuesto, agua simple y si acaso electrolitos para que no se deshidrate. Sin esfuerzos, sin excesos, sin antojos. Y el queso fue un impulso, un antojo de tantos hasta ese momento desconocido en que tuve que renunciar a lo que tanto me gustaba. Porque nunca me había privado de mi comida favorita. Por ejemplo, siempre me han vuelto loco los mangos de Manila, y he disfrutado de los mejores; me han tocado mangos de Manila engañosos que resultaron pachiches y fibrosos, que se atoraban entre los dientes y fueron una pesadilla, pero de manera normal disfrutaba al máximo cada bocado, lento, despacio pero constante, del principio al final, con un placer reflejado en la mirada y en la expresión. Una ocasión pude comer tres a la vez, uno tras otro, con diferente grado de madurez pero todos con un sabor distinto y al mismo tiempo deliciosos en sumo grado. Luego llegó la diabetes y todo aquello se terminó, lo que algún día fue una dulce adicción a la comida y a la bebida.
Un hábito que sumó a las condiciones de este momento fue que me comía todo lo servido en el plato, desde que era niño. Y no por pensar en los chantajes de los niños de África ni nada semejante, sino porque desperdiciar comida me parece un crimen, una falta de respeto a las bendiciones de la vida. Por eso entonces, la razón de tomarle el gusto a cada platillo, y si hay algo fuera de ese gusto, mejor evitarlo desde el inicio. Porque la comida es un placer, nunca debe ser por fuerza o por obligación. Es lo que yo pienso. Que la vida son cuatro días y tres ya pasaron. Y que Dios perdona pero el tiempo no.
¿Has tenido alguna vez que escupir un bocado de tu comida favorita, porque te das cuenta que puede y que seguro te hará daño? Es una sensación dolorosa, lastimosa, de renunciar de repente a parte de la esencia del ser como persona con gustos específicos y quizá diferentes o iguales a los de otros. Y pierde sentido aquella pregunta de: ¿Qué te gusta? Al cambiarla por: ¿Y qué sí puedes?
La brillantez del placer liberador por disfrutar la comida, se convierte en una renuncia sombría que en el fondo sabemos que es por nuestro bien, a regañadientes, aunque no terminemos de llegar a la resignación plena.
No sé si estas palabras puedan servir de referencia, o de inspiración, o de reflexión para alguien, lo que sí es que para mí se ha cumplido aquel dicho popular: Nadie escarmienta en cabeza ajena. Dicho esto, voy en una camilla rumbo al quirófano en donde me operarán en unos minutos, con toda la esperanza de que la vesícula no se reviente y provoque una peritonitis, y de que esa fealdad horripilante y torcida, no sea el monstruo palpitante de un tumor canceroso…