La Muerte, como personaje, es muy familiar para los mexicanos. ¡Algunos hasta la han santificado! No me atrae ese culto, porque implica llevar la mala costumbre del «charolazo» y las «influencias» al ámbito metafísico. No creo en un ente, así sea un gigantesco egrégoro, tomando decisiones sobre el fin de una vida consciente. Creo en el agotamiento, en la caducidad orgánica, en la imprudencia o el azar fatales. La vida individual no es eterna. Uno se muere, es necesario. Pesa un poco saber que con la muerte se desvanece una historia, que sólo quedamos como retazos en memorias ajenas, y al final ni eso. Cuando asumí completamente que mi vida es transitoria, también renuncié a intentar la trascendencia. La eternidad tiene fecha de caducidad. Aunque cada vez menos saben hoy quién es William Shakespeare, muchos sí lo saben, pero no saben quién fue. Acabó siendo un personaje, no una persona. La inteligencia tiene sus vicios, y uno de ellos es novelar, o más perezosamente, poetizar. Así que vivimos una colosal puesta en escena, eso sí, con una inagotable provisión de actores vivos, muertos e inminentes.
Estos pensamientos se me dan mucho por las noches, cuando debería dejar de pensar. El que la Muerte haya sido el tema de este viernes por la madrugada tuvo que ver con dos cosas: la impotencia de mis analgésicos, y la noticia de que murió Arnulfo Vigil, quien, además, tenía la misma edad que yo. La edad es un referente, pero no importa, los plazos cuentan. No son pocos los parientes, amigos y conocidos que han dejado de vivir. En mi familia tenemos un truco para mantenerlos vivos; muy poético, perezosamente poético, pero nos funciona. Por eso el impacto de esas rupturas nos dura muy poco. No tenemos qué esperar tormentas eléctricas como el doctor Frankenstein para resucitar a nuestros muertos. Presentirlos es suficiente. A veces con más o menos dificultad, pero es suficiente.
Arnulfo Vigil no fue uno de mis amigos cercanos, pero sí fue un buen amigo. Nunca nos frecuentamos, pero durante muchos años coincidimos casi azarosamente. Y bueno, yo le doy más valor al azar que al destino. Invariablemente fue amable conmigo, con frecuencia efusivo. Me ha pasado con muchos que, luego de años sin verlos, ya no los reconozco. Mi memoria era mala, luego pésima, hoy es cruel. Con «Fufo» nunca pasó eso. Siempre lo reconocí, y hasta era divertido reencontrarnos a veces cada lustro en los lugares y momentos menos esperados. Aunque, debo aclarar, él siempre me reconoció primero, ¡por nombres y apellidos! A pesar de que en estas tierras mis nombres y apellidos son más comunes que las palomas y los zanates. Nuestras charlas eran breves, pero no superficiales, con la finalidad de ponernos al corriente de la evolución de nuestras personas y personajes. La plática era amena, sólo se tornaba seria cuando hablaba de su oficio y su “Oficio”. No recuerdo si me invitó a colaborar con sus publicaciones, tal vez sí. Pero si no, seguro fue por la falta de calidad de mis textos, en lo que yo coincidiría plenamente.
Ya clareando el viernes, poco antes de que el sueño derrotara al dolor, pensé en que la muerte de «Fufo» me haría soñar en su muerte o en la mía. Un par de horas después desperté sin memoria de algún sueño fúnebre. Soñé, eso sí, que juntaba palomas en una caja para luego echarlas a volar dentro de casa. ¿Me olvidé de «Fufo»? No, claro que no. Apenas desperezándome, le dije, en voz alta: «¿Y ahora qué voy a hacer contigo?». La respuesta era evidente: echarlo a volar dentro de casa. Es un Cielo muy pequeño, pero es acogedor, y además también se puede volar sin que las alas nos arrastren prematuramente hacia el olvido.
