Por: François Graue Toussaint
“Comienzas dando tu sombrero, luego le das tu abrigo,
luego tu camisa, luego tu piel y finalmente tu alma”
Charles de Gaulle
Estoy consciente de que ésta columna no le va a gustar a muchos lectores que estarán en total desacuerdo con lo que voy a decir: La inauguración de los Juegos Olímpicos en París fue un total despropósito. Una homenaje a la soberbia.
Fue ante todo, un evento político que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, necesitaba deseperadamente. Macron ha conseguido hundir a Francia en la crisis política más importante de los últimos cincuenta años. Acosado por la extrema derecha de Marine Le Pen, perdió la primera vuelta, tuvo que acudir a la extrema izquierda para salvar, sin mirar en la consecuencias, su poder y reputación.Las olimpiadas le vinieron como anillo al dedo (sic AMLO).
Francia, a la zaga de Alemania, otrora guía intelectual de Europa palidece hoy sin personalidad a merced de un caos interior que terminará por devorar su identidad como “la nación de la luz” que alguna vez fue.
Hoy Francia paga el precio de ser, tal vez, la peor potencia colonizadora de la historia; allí donde ponian un pie no crecía nada, rapaces y depredadores insaciables. Haití, sus colonias en África y en Asia son trágicos testigos de una ambición sin límite.
El orgulloso Museo de Louvre es un sinónimo implacable de lo que significa la palabra expolio, so pretexto de que los países que fueron saqueados no eran capaces de preservar su propio acervo cultural ni sus tesoros.
El problema de Francia no es la inmigración, es la marginación. Francia lleva desde los años 50 recibiendo millones de migrantes de sus ex colonias (básciamente de África). Sí, Francia los recibe pero ni los asimila ni los acepta. Los tiene viviendo en las periferias de Paris, Marsella o Lyon, esos pied-noirs señalados con inmenso desprecio por muchos franceses que hoy miran aterrorizados que son ellos los que van en camino de ser la nueva minoría en Francia.
Francia, la Hija Predilecta de la Iglesia, ve ahora emerger al Islam y sus mezquitas de forma irrefrenable e irreversible y pretende, muy tarde, imponer su religión y sus tradiciones. Después de setenta años de desprecio, ya no hay marcha atrás.
¿Qué pretendía Francia con este derroche de recursos que parecían casi interminables? Negar su propia realidad.
¿Cree Macron que cuándo las olimpiadas terminen podrá formar gobierno con la misma soberbia con la que se presentó ante el mundo? y ¡Voilá! Aquí no ha pasado nada ¡Vive la France! Está totalmente equivocado, la realidad terminará por imponerse.
El gasto inmoral de esta inauguración que seguramente supera el presupuesto anual de naciones como Haití o Camboya y, que gracias a la mère patrie naufragan hoy en la más absoluta miseria.
¿Con qué argumentos justifican sus representaciones teatrales de la Égalité, Fraternité, Solidarité y muchas más? Todas presentadas, sin duda, con una gran belleza pero con un vacío absoluto. Fue penoso ver a Macron tan petulante como indiferente. Qué significativo fue ver como toda la ceremonia se desarrollaba en el río Sena o en el Trocadoro con el francés común y corriente, a cientos de metros de distancia.
Cuatro larguísimas horas de un espectáculo por momentos decadente y absurdo, todo para justificar una supuesta integración de personas, religiones, preferencias y culturas en una “melange absurde”.
¿Y, qué pasó con los deportistas mientras tanto? ¿Dónde estaban los verdaderos protagonistas de la esta ceremonia? ¡Ah, esos! En sus barquitos, trés bien. ¡Adieu!