Tuve la fortuna de convivir en innumerables ocasiones con María Elena Chapa Hernández. Su partida me ha tomado desprevenido. Estoy triste, me parecía inmortal.
Me quedo con memorables y bellas anécdotas. Reuniones en mi casa y conversaciones en la Casa del Senado, su norestense oficina en el Barrio Antiguo de Monterrey.
María Elena fue una mujer aguerrida y valiente, gentil y elegante, inteligente y sensible. Punto de referencia. Además, fue una mujer con un sentido del humor único. Reía a carcajadas. Decía palabrotas, palabritas y palabrones; usaba el lenguaje de acuerdo a las circunstancias.
Hace algunos años, estando en mi casa, María Elena advirtió que se terminaron sus cigarrillos. Ésa sí era una tragedia, más aún después de comer. Y como si estuviera en su curul del Senado de la República, pidió silencio a la concurrencia para exclamar con donaire magisterial: Andrés, o me mandas comprar cigarrillos o me fumo tus libros, hoja por hoja. Era divertidísima, sabía pedir las cosas.
Me daba la impresión que María Elena no tenía edad. Para ella, envejecer nunca fue la juventud que se fue, sino la oportunidad de empoderarse como mujer para hacer más por los demás.
Se adaptó a las circunstancias y se relacionó bien con todo el mundo, menos con los pendejos -a ésos les dio por su lado. Defendió lo defendible e indefendible. Respetuosa e institucional, se puso al tú por tú con quien debía ponerse al tú por tú. No le tenía miedo a nadie. Lo vi, no me lo contaron.
Si la docencia fue su vínculo con niños y jóvenes, el servicio público fue su conexión con las causas humanitarias, con la defensa de los derechos de las mujeres y la búsqueda de equidad de género.
Su activismo político y solidaridad con los más vulnerables fue siempre misericorde y comprometido con la sociedad.
Descanse en paz María Elena Chapa Hernández.