Había descubierto la riqueza en su silencio. Callaba y podía escuchar el canto que las cigarras habían acumulado en 16 años solo para venir a cantarle a ella. A las cuatro y media de la mañana oía al gallo golon anunciar el nuevo día.
El perro con sus ladridos le anunciaba cuando alguien venía y la gallina -en su cacaraquear- le presumía que era productiva.
Decidió enmudecer y así sus oídos recibieron los bellos sonidos de la naturaleza. El canto de los pájaros, la lluvia y sus relámpagos. Todo absolutamente todo.
Creció y su vida se convirtió en un misterio y ese misterio en su principal atractivo.
-Daría mi bici por saber que es lo que piensa-, dijo Juan el hijo del tendero.
Estuvo con ella en los estudios secundarios, pero solo la escuchó hablar palabras de cortesía. Gracias, perdón, con permiso, buenos días y todas esas frases que conllevan los buenos modales. De ahí en fuera nada.
No era hermosa ni fea, entre las demás. Pero ese no compartir, el no mostrarse a través del palabrerío la hacían atractiva.
-Esta güerca mensa- dijo su padre- nunca se va a casar; la voy a mantener todo la vida, que carajos.
-Son cosas de la ed’a- sugirió la mujer- ya se le pasará.
Tenía razón.
Un día llegó a sus oídos la melancolía de un violín. Las emociones recorrieron su piel y luego se descubrió llorando.
Salió de su casa y siguió la frecuencia donde viajaba la melodía en el aire y de pronto se encontró ante un músico triste, que tocaba bajo un sauce llorón a la orilla del arroyo.
¿Cómo te llamas? Elías, le dijo.
Yo Lupana-.
En la iglesia del pueblo -meses después- el pueblo la escuchó repetir las promesas de amor y cuidado matrimonial que le dictaba el sacerdote.
Los vecinos de La Mora -luego de un tiempo de casada, la escuchaban animar al esposo a que trabajara.
Órale cabrón, deja ese pinche violín y vete a jalar-.