Fue a principios del siglo XIX, con la república recién formada. El antiguo Pueblo de Indios que se había asentado ahí desde el 10 de julio de 1656 y había recibido a los franciscanos en 1674, estrenaba el título de Villa dado el 8 de marzo de 1828. Todavía conservaba con orgullo su dignidad de pueblo originario, era antes de que les hicieran olvidar su historia y les quisieran hacer creer que eran tlaxcaltecas, para desarraigarlos.
Pero la historia es terca, guarda relatos en la memoria de los pueblos, de su gente y vuelve siempre, cuanto más la quieren enterrar, más fuerte resurge.
Habían perdido ya el tener Gobernador propio y ahora les daban un alcalde dependiente del Gobernador que estaba en Monterrey. No todos estaban a favor de eso. Algunos querían sentirse españoles o casi: ¡Ya tenemos Alcalde! Pero otros rumiaban su descontento. Aún seguían frescas, por recientes, las proezas de los indios Pedro José (padre, hijos y nietos). Continuaba intacto el orgullo de haberle ganado el pleito por sus tierras a Linares. Los viejos recordaban las hazañas.
Entre el pueblo decían que los franciscanos no se había ido, que todavía quedaba uno que los protegía, como antes. Decían que por las noches lo veían dar la vuelta a la plaza, lentamente, con su hábito, sabían que no era un humano vivo porque su hábito, de rudo y pobre sayal, se deslizaba como si no tocara el suelo. Luego iba rumbo a la iglesia, y al cruzar la entrada al atrio, desaparecía.
A pesar de estar todos convencidos que era un fantasma, nadie decía tenerle miedo, aunque tampoco caminaban en la plaza avanzada la noche. Algunos curiosos se escondían a ver de lejos y confirmaban el relato, todos los que lo hacían decían sentir una gran paz al verlo.
Con el progreso llegaron las obras públicas. Al remozar la plaza, se hizo también una remodelación del atrio, que era usado antes como cementerio, y ahí, en la entrada, por donde pasaba toda la gente al ir a la iglesia, se encontró un rústico ataúd, que más que ataúd era un simple caja de madera sin adorno ni señal alguna, pero en buen estado, la madera parecía no tener mucho tiempo de estar entre la tierra.
Sacaron con respeto el pobre féretro y lo llevaron a la iglesia para ponerlo sobre una mesa. Ahí, trabajadores y curiosos, con el sacerdote al lado viendo que se tratara con dignidad a quien estuviera ahí, procedieron a quitar las dos tablas de madera que tapaban el cajón. Las expresiones de sorpresa se apoderaron de sus rostros cuando vieron un cuerpo en espléndido estado de conservación, la piel seca cubría y se pegaba a los huesos pero no de manera grotesca, sino solamente como si se estuviera viendo a un hombre muy enjuto, aún lucía sus grises patillas ensortijadas.
El cuerpo estaba vestido con un hábito franciscano, de sayal, sus manos juntas en el pecho, una sobre otra, en la cintura el ‘cíngulo’ o ‘cordón de San Francisco’, era de ixtle, y parecía como si el monje estuviera de pié por la forma en que caía sobre los pies, descalzos, que estaban llenos de tierra, al igual que la última parte del hábito, a diferencia del resto de vestuario que lucía limpísimo. Una voz que pareció conocida pero nadie identificó solo dijo: “Es el fraile que se pasea por la plaza en las noches”. Todos humildes y asombrados, se pusieron de rodillas, una voz de mujer empezó a rezar el rosario y todos la siguieron.
Velaron toda la noche al religioso en la iglesia. En pequeños grupos que entraban, rezaban y luego salían, desfiló todo el pueblo. Muchos dicen que los ancianos lloraban. Pasadas las 3 de la tarde, el sacerdote ofició una misa de difuntos, y el cajón fue enterrado nuevamente, tal como había sido hallado, pero esta vez a los pies del altar, a los pies de La Dolorosa y de San Cristóbal.
Nadie volvió a ver la fantasmal aparición.
Con el tiempo casi se olvidó la historia, a mí me la contó, siendo yo muy joven, un hombre muy anciano de Santa Rosa, hoy que ya estoy viejo, debo transmitirla, para que no se pierda.