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Monterrey

Leyenda del Charro de la Palma

Era el último cuarto del siglo XIX. Empezaba el período porfiriano y con él, siguiendo la moda europea, la folklorización de las costumbres para destacar ‘lo nacional’. El traje de los hacendados de mediados de siglo, se empieza a promover como ‘el traje nacional’, para hacerlo pueblo se le pone un sombrero ancho y surge así el ‘traje de charro’.

Como normalmente sucede, después de cada conflicto armado surgen leyendas entre el pueblo acerca de riquezas que son escondidas por los poderosos para salvarlas del saqueo de los ejércitos populares. Como también florece el bandidaje, los asaltadores de caminos, los robos, estos relatos de riquezas escondidas, conviven con historias míticas de forajidos que acumulan riqueza producto de sus fechorías y las guardan y ocultan en cuevas, montes, despoblados, siempre junto a un accidente geográfico como cuevas o rocas de formas especiales, o al pie de árboles que por su tamaño o forma puedan ser recordados al momento de recuperar las joyas y dinero guardados de la vista de los otros.

Como también era común que los asaltantes y ladrones terminaran muertos, a veces en un intento fallido, a veces abatidos por la policía o las guardias volantes que cuidaban los caminos. Sabedores del riesgo, siempre buscaban compartir con alguien de su confianza el lugar o las indicaciones para llegar, otras veces plasmaban en un trozo de papel un croquis o ‘mapa’ con las señales para encontrarlo, que daba a guardar a su familia o amigo más cercano. La mayoría de las veces, tanto el ‘dueño’ como el guardián morían, y solo quedaba la conseja popular, que aderezada, se iba trasmitiendo de boca en boca.

Tal era el caso del papel que le llegó a las manos a Epigmenio, “Pimiento” le decían los amigos. En él se hallaban indicaciones del lugar donde alguien había guardado un tesoro. Por más que quiso convencer a los amigos de buscarlo, nunca encontró quien le hiciera segunda: los tesoros mal habidos están malditos.

Cada tiempo libre que tenía, Pimiento recorría los alrededores de la ciudad buscando señales que lo llevaran al tesoro oculto.

Monterrey era un ciudad pequeña que no llegaba más allá de lo que hoy es la calle de Ruperto Martínez por el norte y la parte nueva o “Nuevo Repueble del Norte” estaba separada del antiguo centro alrededor de la plaza Zaragoza e Iglesia Parroquial, hoy Catedral, por el río de Santa Lucía, que corría como un arroyo que llevaba el agua que brotaba en donde hoy está el Obelisco, pasaba por los Ojos de Agua de Santa Lucía y sus represas, la Grande y la Chica, hasta desembocar en el Río de la Santa Catarina, que a su vez separaba del centro al Nuevo Repueble del Sur, hoy Col. Nuevo Repueblo y el Repueble de Verea, hoy Col. Caracol.

Una noche, pasado ya de copas, caminaba Pimiento por la calle de Galeana, entre la de Santa Lucía, hoy 15 de Mayo, y Allende, cuando oyó un ruido argentino, como si unas espuelas de plata estuvieran haciendo ruido al caminar quien las traía puestas, instintivamente volteó el rostro hacia el ruido y vio la silueta de un charro, con sus adornos de plata a los lados del pantalón y el chaleco que resplandecían con la luz de luna. El charro, con la cara oculta en la penumbra que le daba el sombrero, llegó al pie de una palma yuca de tronco grueso y viejo que crecía cerca en la vega del Santa Lucía, y se detuvo.

En ese momento se iluminó la mente de Pimiento: ¡Todo coincidía! ¡Era el lugar que señalaba el mapa para hallar el tesoro! Manteniendo a duras penas la vertical de tanto alcohol en la sangre, se dirigió hacia el charro, al acercarse, aquél levantó la cabeza y con una mano levantó el ala del sombrero. La luz de la luna iluminó la cara que en vez un rostro, mostró una calavera sonriente, con dos dientes de plata que empezó a carcajearse.

La mañana siguiente, los vecinos que hallaron a Pimiento tirado inconsciente en el suelo, pensaron, no sin razón, que estaba ‘durmiendo la mona’. Cuando despertó, fue a su casa y contó a todo aquel que lo quería oir, y a quien no quería también, lo que había visto. Nadie le hizo caso: eran delirios de la borrachera.

Los vecinos cuya ventana daba al Santa Lucía, mezclando curiosidad, miedo y morbo, decían que cuando ellos se asomaban por la noche a ese rumbo, veían el charro, pero creían que era una persona viva. Lo cierto es que nadie se atrevió a ir de noche y corroborar la historia contada por Pimiento.

Durante muchos años corrió la leyenda que ahí hay un tesoro que nadie ha desenterrado aún.

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