Corría el año 1940. Mi abuela, doña Juana, viuda en primero y segundo matrimonios, se vio obligada a criar y dirigir ella sola a nueve hijos varones, y subsistir con los productos de una pequeña extensión de tierra no muy fértil, denominada El Guajillal, en Municipio de Linares.
Como es de esperarse, había de todo en la numerosa prole de la viuda, sin faltar la oveja negra, el que siempre hurtaba de la cosecha algo que vender para sus apuestas o parrandas, que armaba líos de los que tenían que sacarlo sus hermanos, que se ausentaba sin avisar por dos o tres días, en fin, un auténtico dolor de cabeza para toda la familia.
Un buen día, contra la opinión y consejo de su buena madre, decidió el joven parrandero, que rondaba entonces los 22 años, acudir al baile que se daba en una ranchería bastante alejada de la suya; vistió su ropa de domingo, sustrajo unos cuantos pesos del magro tesoro familiar, y allá se fue, por caminos malos y veredas peores.
El dicho baile terminó a medianoche, interrumpido por fuerte aguacero, como en agosto, mes de huracanes, suelen presentarse en esta región. Ya medio despejado el cielo, y también el festejante, emprendió el regreso a casa, empresa harto fatigosa de madrugada, por veredas cuyo apretado ramaje lo dejaba empapado al menor movimiento. Y luego un camino vecinal de tenebrosa fama, conocido como Paso de La Chachalaca, con tramos de fangosa tierra negra en las zonas de cultivo y considerables lagunas en los pedregales.
Fue en una de estas lagunas que nuestro héroe se topó con lo inesperado. Buscando el mejor modo de sortear la charca que ocupaba toda la anchura del camino, divisó al otro lado un bulto negro, de estatura poco menor que la suya propia, que permanecía inmóvil, como esperándolo que cruzara. Decidió el trasnochado tomar por el borde izquierdo que ofrecía un angosto margen, y con la vista baja por cuidar donde pisaba, vino a toparse a bocajarro con el bulto negro, que ahora le obstruía el paso.
Cobarde no era el muchacho, pero sí precavido. Desanduvo hacia atrás lo andado y tomó por la derecha. A mitad de la charca, ahora por este lado estaba el bulto negro, que sin ruido de paso o vuelo y sin ser visto, cambió de sitio. Vuelta atrás y envalentonado por un buen trago de tequila emprendió el camino más directo, chapoteando por el medio de la malhadada charca.
Al otro lado del agua esperaba el bulto negro, inmóvil, silencioso, sin patas, alas, pelos, plumas, orejas o cuernos que permitieran identificar su especie.
¡SI SERÁ EL DIABLO! Rezongó en voz alta el muchacho.
Un escalofriante sonido, mezcla de silbido, ulular y risa, fue la respuesta del maligno que de tal forma se creyó invocado, y se elevó silencioso para perderse en la noche.
Solo, en camino tan oscuro y desierto, no tenía el mozalbete que guardar la apariencia de valor que estaba lejos de sentir y emprendió veloz huida hacia lugar habitado, rezando las oraciones que a tirón de oreja le hiciera aprender su madre y apretado en su mano el escapulario de primera comunión, que también por orden materna llevaba siempre atado al cuello.
Huelga decir que ya a plena luz de día volvió a casa el muchacho, a contar a su madre y hermanos el suceso, que ya anciano repetía a sus descendientes para alentarlos al buen comportamiento, convencido de que, como advertencia a sus malas acciones, en el paso de La Chachalaca se le apareció el diablo.
