Dos llantas del coche tronaron a causa de tornillos enormes. Sólo tenía la llanta de refacción, delgada, enclenque y pequeña, casi como de motoneta. Era una llanta sólo temporal para alcanzar a llegar a la vulcanizadora más cercana. Y aun con los tornillos enterrados, se escapaba el aire tan rápido que a pesar de vaciar dos latas de inflallantas de emergencia completos, el líquido plastificado se salía a borbotones, como si los neumáticos se burlaran de mí, adrede.
Me había detenido a fuerza en la soledad de aquel camino polvoriento. En una carretera desierta, a casi 50 kilómetros de nuestro destino en el Caribe, no pasaba ni un alma. Y el aire acondicionado del auto comenzó a fallar, hasta que arrojó sólo aire caliente.
Aun con las ventanillas abiertas hacía un calor insoportable para el bebé, que a ratos lloraba por la desesperación, al no saber hablar aún, pues ni cómo poder decirnos que no aguantaba la comezón y que estaba lleno de ronchitas por el sudor pegajoso. A ratos lo cargaba mi esposa y lo refrescaba con el sombrero de tela, y luego lo cargaba mi suegra mientras mi esposa le cantaba al pequeño y trataba de hacerse aire en abanico para los tres.
Queríamos pasar las mejores vacaciones de la vida en aquel paraíso terrenal, si se pudiera, aunque no llevábamos mucho dinero. Lo importante era descansar en algún lugar del Caribe, así
comiéramos sólo enlatados o sopas instantáneas con mucho sabor pero poca sustancia. Lo básico era encontrar un lugar limpio, cómodo, familiar, para llegar a bañarse, dormir hasta tarde, y salir todo el resto del día a las playas, es decir, olvidarse del mundo por una semana completa.
Porque como había aprendido desde niño en mi familia, el mar todo lo cura, o al menos en las vacaciones se lograban olvidar todas las preocupaciones, y hasta al despertar cada amanecer con la vista al mar y a su horizonte, con el sonido cercano de las olas al romper en la arena, era posible vaciarse de cualquier achaque del cuerpo y cambiar la rutina por completo. Por eso desde que tenía 11 años al menos una vez cada año, viajábamos a alguna playa, a cualquier playa. Era como alguna frase que escuché no recuerdo dónde ni cuándo ni quién la dijo o la escribió: Viaja, no para escaparte de la vida, sino para que la vida no se te escape…
En eso pensaba mientras ponía la enclenque llanta de refacción, y en cómo iba a hacer para rodar el auto hasta cualquier vulcanizadora para la reparación, con la otra llanta abierta sin remedio.
Un rato después a unos metros adelante se detuvo una camioneta pick up gris de doble cabina, de los años sesenta, pero muy bien cuidada y reluciente, quizá restaurada, pero se le escuchaba el motor parejito, sin ninguna falla de potencia ni el cascabeleo característico de las carcachas maltratadas.
Bajó de la camioneta un señor como de unos 80 años, de cabello casi blanco y con entradas en la frente, con lentes redondos para el sol y en la mano llevaba un sombrero panamá color paja, que se puso para evitar el sol candente; usaba una camisa de palmeras azules caricaturizadas, bermudas y huaraches de cuero abiertos para el calor, y me preguntó con un acento costeño casi cantado:
-¿En qué te ayudo, pariente?
-Se me tronaron dos llantas, y sólo traigo la de refacción, ya la cambié, pero me falta la otra y mi familia está en el coche. Para colmo se descompuso el aire acondicionado – le respondí.
Se ofreció a llevarnos a la vulcanizadora para poder llegar luego a donde hubiera civilización.
-Tengo un hotelito más adelante, cerca del pueblito, como a 20 kilómetros de aquí, y estamos en promoción al tres por uno, por eso de la cuarentena y los rebrotes del dichoso virus que a todos nos perjudicó. Si quieres, pagas sólo por una persona y se hospedan los tres adultos, y el bebé ya sabes que no paga. Es todo incluido. Enfrente contamos con una playa muy bonita y tranquila. Pueden estarse una noche y si les gusta, se quedan; si no, les damos una noche gratis y luego buscan otro hotel en el pueblito.
Hice cuentas, y asentí para aceptar casi de inmediato, porque no sabía cuánto me iba a costar la reparación obligada del aire acondicionado para el camino de regreso.
El señor me ayudó a subir a la caja de la camioneta las tres maletas tamaño familiar que llevábamos y las dos llantas perforadas, y mi familia y yo nos acomodamos en los asientos, y respiramos aliviados con el aire fresco.
-Me llamo Arnoldo Ávila Sánchez, soy de Veracruz pero me vine con mi familia a vivir a este lado de la costa. Siempre nos ha gustado el Caribe. Acá me casé. Mi familia y yo siempre hemos sido hoteleros, y desde que enviudé mi hija y su esposo me ayudan con el negocio. Yo ya estoy algo cansado y pienso dejarles el hotel en uno o dos años más, para que ellos lo administren y a mí sólo me pasen una pensión. No pido más. ¿Ustedes de dónde son?
Pensé en que no debía confiar en extraños, y menos en aquellas tierras desconocidas, pero por su amabilidad y cortesía, no creí que hubiera problema.
-Soy Fabián Andrade Pegueros, vivimos en Guadalajara aunque yo soy de Guanajuato y mi esposa Valeria Ivonne y su familia son de Zacatecas –le respondí -. Teníamos un restaurancito de tortas ahogadas y de carnitas, no nos iba mal, pero con esto de la contingencia tuvimos qué cerrar varios meses y nos fuimos a la quiebra, habrá qué volver a empezar cuando regresemos y ya no haya cuarentena por el virus, o que
encuentren la vacuna. Con los ahorros que quedaron nos vinimos en el cochecito, puebleando para conocer esta ruta.
Casi enseguida pasamos un letrero verde con letras blancas: “Iguanas 20” y una señal que indicaba a la derecha. Dimos vuelta en un camino vecinal que estaba en tramos empedrado y en otros con pavimento agrietado, casi destruido.
Al llegar a una vulcanizadora, me bajé con las dos llantas, para pedir el servicio de reparación, y ellos se siguieron en la camioneta. Los alcanzaría después en el hotel.
Mientras arreglaban a fondo las ruedas, el encargado me platicaba:
-Por acá hay gente maldosa sin quehacer que pone trampas a los turistas, para asaltarlos cuando se les ponchan las llantas. Menos mal que se encontró a don Arnoldo, que es buena gente. Le ha dado mucho al pueblo y a la gente de por acá. Hace muchos años su familia puso el dinero para construir este camino y los del pueblo pusieron la mano de obra, aunque ya le hace falta una arregladita.
Asentí distraído, mientras veía los tornillos asesinos de llantas, de casi cinco centímetros de largo y uno de grueso, que habían perforado las ruedas hasta llegar del otro lado. Tenían unas muescas en espiral que sin duda, fueron hechas a propósito.
Me puse a leer un periódico viejo, que publicaba puras notas policiacas. Era de dos meses atrás. Y su nota principal era la
sospechosa desaparición de tres bebés recién nacidos del hospital regional. Mientras se hacían las averiguaciones, había una lista de diez personas sospechosas, entre ellas enfermeras y médicos, además de personal de intendencia. Según la línea de investigación más firme, podría tratarse de una banda de traficantes de bebés que luego los colocaba con parejas europeas y estadounidenses que no podían tener hijos.
-Le vendo un machete, patrón- escuché que me decían. Era un hombre de tez requemada y curtida por el sol, con una gorra de beisbolista, pantalones de mezclilla, una camisa a cuadros amarillos y rojos, luida de las mangas y con agujeros en los codos. El hambre se le notaba en la ansiedad de la mirada.
-Y yo para qué quiero un machete- le repuse, no como pregunta, sino como afirmación.
-Le puede servir para defenderse de cualquier cosa en el camino -me respondió. O por lo menos para sacarle los tornillos encajados a las llantas, ya ve usted, o por lo que se pudiera ofrecer, sirve hasta para matar víboras, tiene filo doble y la punta fina para enterrarse, y la empuñadura viene con grabados incrustados en plata. Es un machete fino, patrón. Mire, está bien macizo y muy bien trabajado con la plata. Le puede servir mucho, o si no le sirve, está muy bonito y lo puede poner de adorno en la sala de su casa. Ándele, es que soy pescador pero salí de pleito con los compañeros que tienen el barco, y mi familia no ha comido
desde ayer. Se lo dejo en quinientos pesos. O mire, para que se lo lleve, se lo doy por cuatrocientos. No sea malito. Ayúdeme.
Lo vi tan necesitado y con tanta desesperación que le di un billete de quinientos, y que así estaba bien, que así lo dejara. Yo no necesitaba un machete, y menos si traía poco dinero, y cuantimás que mi hijo al crecer podría ponerse a jugar a los espadazos con aquella arma blanca. Ya se sabe cómo son de ocurrentes los chamacos. Pero me dio tanto pesar aquel pescador que ni quise regatearle. Total, de algo podría servir, o podría venderlo también. Luego.
Puse el machete envuelto en el periódico viejo, y luego lo guardaría en el hueco bajo la llanta de refacción. No iba a necesitarlo para nada.
El encargado de la vulcanizadora montó las dos llantas reparadas en su camioneta desvencijada, y nos dirigimos al coche, donde colocó los neumáticos, y la llanta de refacción la devolvió a la cajuela. Antes, puse debajo el machete, no fuera la de malas que la policía o el ejército en operativo me revisaran la unidad y encontraran aquella arma clandestina.
Fiesta Caribe. El nombre del hotel me sonó como a barco de crucero, o como a restaurante-bar de mariscos.
No era nuevo, pero era un hotel de playa bonito, amplio y de cinco pisos, pintado de blanco y azul con acabados redondeados y toscos a la manera mediterránea, con tejas rojas y
ladrillos en pecho de paloma y cenefas y guardapolvos de barro en una mezcla a la mexicana, con alberca y club de botanas y bocadillos cerca del mar.
Tenía un restaurante todo incluido en alimentos y bebidas en donde había banquete desde las 8 de la mañana hasta las 10 de la noche, y al que se podía ingresar hasta en ropa de playa, para poder sentarse en equipales cafés de cuero curtido de cerdo, y comer en mesas redondas cubiertas con manteles de cuadritos rojos y azules, con juegos infantiles, y otro restaurante de horario vespertino y nocturno con manjares especializados al que sólo se podía ingresar con vestimenta de etiqueta. Pero no, qué flojera vestirse hasta de traje y corbata con aquel calor. Y menos en vacaciones.
No tenía estacionamiento a un lado, pero sí un gran terreno bardeado luego de cruzar la carretera, con un vigilante en una caseta en la entrada. Ahí estaban decenas de autos y camionetas estacionados, algunos con una gruesa capa de polvo, y otros en el fondo hasta de los años cincuenta, como clásicos de colección, pero con la pintura carcomida por el sol inclemente de la costa caribe y con las llantas desinfladas, y varios hasta con gallinas y guajolotes que revoloteaban en los capacetes. Era como una pensión, pero los autos clásicos se desperdiciaban y se oxidaban sin gracia en esa intemperie añosa.
La recepción era atendida por una pareja de esposos, muy simpáticos y amables, muy serviciales. La señora, de nombre
Marilyn como la famosa actriz, era la hija de don Arnoldo. El esposo, de nombre Gelasio Reyes, era muy atento y casi podría decir que sin voluntad propia, obediente a cualquier orden de los propietarios.
El único inconveniente era que el elevador no servía y tendríamos qué usar las escaleras hasta el quinto nivel, donde estaba nuestra habitación, porque el resto del hotel estaba ocupado o reservado. Menos mal, el yerno ya había subido nuestro equipaje.
-No salgan después de las 11 de la noche porque por la cuarentena los policías hacen rondines y han llegado a detener a los desbalagados y a los desvelados que les gusta la vagancia, –nos avisó con Arnoldo-. A las 6 de la mañana ya pueden ustedes salir, por si quieren ir a darse una vuelta por la playa. Pueden comprar brochetas de pescado asadas al carbón, que venden en carritos las mujeres del pueblo. Ofrecen salsa de molcajete y tortillas de maíz recién hechas, calentadas a las brasas y crujientes , todo muy sabroso, porque además es filete de pescado fresco, acabadito de sacar del mar. O si quieren pescado, allí mismo se los venden los pescadores en las lanchas, ustedes pueden escoger, y les pueden preparar por kilos el pescado zarandeado ahí mismo, con un aderezo de rechupete. Las mujeres de los carritos son esposas o de las mismas familias de los pescadores, así que son muy confiables, y son recetas caseras. Mire, ya hasta se me antojó… Si se quieren meter al mar, hay una parte sin oleaje, es como una
alberca gigante, pueden caminar hasta casi 300 metros y el agua les llega a la cintura. Si sienten cosquillas en los pies bajo el agua no se asusten, hay pececillos doctor que se apeñuscan para comerse las celulitas de piel muerta como una exfoliación. Van a ver que se la pasarán a todo dar. O si no quieren salir, pueden ver la tele, en cada habitación hay una pantalla plana de 75 pulgadas, nada más que en el cable sólo se pueden ver canales gringos con series y películas viejas, o cursos de inglés, o hay uno de pura música instrumental y otro anti estrés de imágenes del mar y sonidos de oleaje que rompe en la playa las 24 horas. No hay canales con noticias ni programas locales. Y no se acerquen del lado de la selva porque se los comerán los zancudos; y hay un pantano más allá donde tampoco hay que ir porque hay jejenes como del tamaño de una cabeza de alfiler que casi no se ven pero pican y chupan la sangre y les dejarán unas ronchotas insportables y una comezón que si se infectan les pueden durar hasta un mes en quitarse. Si se rascan pueden hasta sacarse sangre y les queda cicatriz.
Mientras escuchaba a don Arnoldo, mi esposa Valeria y mi suegra se habían puesto a platicar muy animadamente con doña Marilyn, yo creo que hacía tiempo no se habían sentido tan escuchadas, lo que para mí era un descanso. Ellas, como dicen, podían hablar hasta por los codos. Necesitaban alguien que les siguiera la corriente y les mantuviera el ritmo de la conversación, y yo no soy de tantas palabras que digamos. No es por sangrón,
pero yo prefiero pensar. Y si hablo, primero pienso y siento bien lo que voy a decir. No me gustan las mentiras. Ni decirlas ni escucharlas.
No me extrañó que hubiera gente, porque vi muchos vehículos en el estacionamiento. Lo que sí se me hizo raro fue que hubieran llegado tan pronto las oleadas de turistas, si apenas se acababa de decretar un acceso restringido a las playas por la cuarentena sanitaria causada por el dichoso coronavirus, y estaban prohibidas las concentraciones de más de apenas la tercera parte de la capacidad en todos los establecimientos. Parecía que en aquel hotel había una excepción, porque, a pesar de que casi todos usaban cubrebocas, estaba de seguro ocupado en más de tres cuartas partes. Los dueños tendrían sus palancas y acuerdos con las autoridades. De todos modos ese municipio estaba declarado ya casi libre de contagios y de rebrotes, por lo que al tomar las debidas precauciones no debería haber mayor problema.
El interior del hotel estaba pintado de color melón, más cálido, y por todas las paredes en los pasillos, fuera y dentro de las habitaciones, había fotografías de playas de la zona, con marcos de madera apolillada y otros hechos con soga de yute, adornos con muy buen gusto. Cada piso olía diferente: La planta baja a vainilla, el primer piso a canela, el segundo a mango, el tercero a madera de pino, y el cuarto piso, es decir, el quinto nivel, donde nos hospedaron, olía a lavanda. Pero al abrir las ventanas para
salir a las terrazas con vista a la playa, olía delicioso, a azahares y a brisa de mar.
La habitación estaba pintada de blanco. Había dos camas matrimoniales con colchones firmes pero muy cómodos, una salita con dos sillones largos y una mesa de centro chaparra como un baúl simulado; un closet con burro para planchar, una pequeña caja fuerte ya sin llave y sin chapa, una cómoda con pantalla plana, dos botellas de agua con marca genérica, y una cafetera con capacidad de 12 tazas, además de un costalito de café artesanal orgánico, que olía delicioso. El costalito tenía una etiqueta: “Café de cortesía exclusivo para huéspedes. Si desea compra al mayoreo pregunte en la recepción”.
En el baño además de la regadera, había una tina de jacuzzi. ¡Y funcionaba!
Aquello era como vivir en un sueño.
Desde la terraza que nos tocó, podíamos ver la salida del sol directo desde el horizonte que se juntaba con el mar, en tonalidades violáceas y de fuego primero, luego color naranja y rosa, hasta que al subir el sol desde el oriente, todo se confundía en muchos tonos y capas de azul brillante.
La arena de esa playa del Caribe era blanca y fina, con tenues brillos dorados, casi como harina, suavecita al pisarla sin sandalias, y se quedaba pegada a la piel como para envolverla y acariciarla, y
no soltarla. En un letrero clavado en una palmera se leía: “Prohibido llevarse la arena y el coral. Pregunte en la recepción”.
En la playa estaban los camastros con vista al mar, separados a tres metros unos de otros, junto a cada uno una mesita y dos sillas de plástico para dejar la ropa y una sombrilla enorme de lona para evitar requemarse por el sol. Había algunas palmeras con cocos, y del restaurante de snacks podía uno llevarse una cubetita con hielos y hasta cinco cervezas claras u oscuras, y toda la botana que se quisiera.
Estaba prohibido ponerse bloqueador solar o aceite de coco, para no dañar a las especies marinas. Pero sin problema, se andaba en el agua con playera y bermudas o traje de baño completo.
Como no había casi oleaje podía uno nadar “de muertito” sin preocupaciones. A unos 400 metros de la orilla, una barrera con boyas evitaba que llegara el sargazo a la playa, y más allá, unos señalamientos flotantes marcaban los inicios de la segunda barrera de coral más grande y larga del mundo, a la que se podía llegar con snorquel, o buceando.
Después de comer, a media tarde ya cuando el sol iba de bajada, salíamos a caminar a la playa, o al pueblito, en donde había negocios de artesanías y recuerdos, de ropa de playa, de frutas tropicales frescas picadas o enteras y con chamoy, fresas con crema casera, pulpas de tamarindo, papas fritas, churros rellenos
de cajeta o de mermelada de fresa, crepas dulces y saladas, salchichas asadas con tocino en forma de pulpos, nieve de frutas, tejuino y tepache, y hasta cantaritos de mezcal artesanal. Cada noche las calles del pueblito eran como una feria.
Las fachadas de las casas estaban pintadas alternadamente una de blanco por otra de azul turquesa, con cenefas de muchos colores, pero todas con tejas de barro. Las calles estaban empedradas, y en el centro del pueblito había un kiosko pintado de terracota, en donde una banda tocaba música folclórica, cumbia, salsa y trova latinoamericana.
En toda la zona, no había señal de Internet, ni de teléfono, no había periódicos ni radio comunitaria, ni siquiera televisión abierta. Todas las noticias se comentaban de persona a persona. Decían que por la composición del terreno, había tanto mineral magnético que todos los aparatos se volvían locos y dejaban de recibir las microondas, y por lo tanto, ya no funcionaban.
Solamente se podía captar la señal para Internet y telefonía en una estructura llamada La casita, formada por enormes tubos metálicos pintados de negro, con un techo de tejas de barro. La estructura funcionaba como una gran antena receptora. Y había un letrero con un ofrecimiento: “Se regala arena de recuerdo. Máximo una botella de litro por persona. Traiga su propio contenedor ”. Era de la misma increíble arena fina y blanca de la playa, pero cualquiera que hubiera olvidado comprar un souvenir de su visita podía rellenar una botella de plástico para luego
llevarla a su casa y usarla en peceras, floreros o adornos de cristal, u obsequiarla como una pequeña muestra de la belleza en aquel sitio turístico.
A un lado había sobre la tierra y las piedras una lona, donde una señora ya mayor vendía trozos como de coral blanquecinos y rosáceos o color hueso, aderezados con pequeños orificios y rayas, en distintos tamaños, algunos montados sobre cuadritos de pórfido o cantera, desparpajados, sin precio.
Por curiosidad una de esas tardes le pregunté a la señora:
-¿Cuánto cuestan?
-Según el tamaño, señor, hay desde cincuenta hasta doscientos. Solamente aquí los va a poder comprar, nosotros los hacemos, son de resina artesanal mezclada con fibra de hueso, no son de coral real sino de imitación. Porque está prohibido dañar o sacar el coral de los bancos –me advirtió, mientras señalaba hacia el mar.
Tomé uno de aquellos adornos pero de inmediato lo dejé; despedía un olor muy raro y desagradable que me picó en la nariz, olía peor que las monas y las máscaras de cartón del Jueves de Corpus.
-Ah, muchas gracias. Luego vengo para llevarme uno y no andar cargando ahorita –le repliqué al dejar de nuevo en el puesto ese adorno apestoso.
Aquellos días de paseo era lo que necesitábamos después de meses de encierro por la cuarentena, olvidarnos de todo, dejar de alimentar el miedo, o sea, dejar de escuchar, leer y ver noticias de la pandemia las 24 horas en el confinamiento, por eso, en cuanto hubo la mínima oportunidad al comenzar a bajar los contagios, quisimos escaparnos a la playa…
Además, uno piensa diferente con la cartera llena que con la cartera vacía, pero debes siempre traer la cartera en el bolsillo para recordar que con la familia hay alguien que te espera en casa y hay que buscar el sustento diario así sea trabajando en una oficina, en la calle, o vendiendo deliciosas tortas ahogadas y de carnitas. Yo necesitaba distraerme unos días para pensar mejor las estrategias de venta, con la nueva normalidad ante el virus, o mejor dicho, la nueva morbilidad, porque según los expertos, en algún momento habría de tocarnos ese virus, por contagio, o por recontagio, tanto así como los tipos diferentes del virus de la gripa (gripe, dicen ellos) que atacan cualquier día del año y circulan por todo el mundo, algunos con mucha capacidad para mutar y adaptarse, y pueden hasta matar a las personas. Y tenemos qué aprender a vivir así.
Bueno, pues yo literalmente, ya soñaba con ir a la playa, aunque no hubiera mucho dinero. Por esos meses tenía ese sueño recurrente de caminar por una carretera mientras podía ver a lo lejos el mar, los hoteles, la vegetación, los distintos colores de azul en el Caribe, y en el mismo sueño juntaba a Cancún y a Cozumel,
con Playa del Carmen, y luego se me aparecía Tulum en la Riviera Maya. Era ya una obsesión.
El pueblo hacía honor a su nombre. Había iguanas de todos los tamaños y por todos lados. Eran parte del paisaje. Nos observaban en las calles, entre los árboles, hasta desde las azoteas de las casas en el pueblito
En el hotel también estaban, pero nadie las molestaba, porque mantenían la zona libre de los zancudos bravos.
Aquello era como el paraíso. Sentí que por fin había encontrado el lugar ideal para ir cada año y pasar las mejores vacaciones, de por vida.
En el atardecer del día 7 en el paraíso, habíamos ido a caminar al pueblito, para hacer tiempo. Al regresar, ya en la habitación me di cuenta que se me había tirado un billete de 500, y traté de recordar por dónde había estado. Reanduve sobre mis pasos entre los corredores del hotel, las escaleras, la recepción y luego en la calle. Buscaba distraído en el suelo, y caminé hasta la estructura metálica de La casita. Vi entonces a mucha gente del pueblo que se congregaba en la parte central, y algunos niños trepaban como en los juegos del parque. Había muchas raspaduras en los tubos, que ya sin pintura negra reflejaban un brillo especial con los arañazos. Intrigado, me acerqué y rasqué con una moneda, y descubrí el color característico de la plata. Aquella enorme estructura era de plata. No podía creerlo.
Entonces varias personas se me acercaron como para reclamarme, pero no quise tener problemas y me alejé. Seguí de regreso en la búsqueda del billete, hasta que de plano me rendí por el cansancio del día, y nos fuimos a cenar.
A la mañana siguiente, al despertar, en la funda de la almohada escuché que algo crujía y se doblaba, y pensé que era la etiqueta. Pero no, allí estaba el billete perdido de 500 pesos. ¿Cómo es que había llegado hasta allí?
-Quédense más días- nos pidieron don Arnoldo, su hija y su yerno, durante la interminable plática en uno de aquellos almuerzos.
-De todos modos no van a poder abrir todavía el restaurante –advirtió don Arnoldo con tono alegre- dicen en el pueblo que según las noticias la cuarentena va a seguir por lo menos otros tres meses, y que todavía no hay vacuna porque el virus está mutando por el clima y las mezclas automedicadas de antibióticos que algunos charlatanes estaban vendiendo de manera clandestina, que según ellos eran muy milagrosas. Así que esto va para largo… No se apuren por el pago, va por cortesía de la casa, a condición de que nos recomienden mucho cuando lleguen a Guadalajara. Y ven que ya se está yendo la gente…
Y sí, cada vez veíamos a menos turistas en la alberca del hotel y en la playa. Aunque el estacionamiento seguía igual.
Afuera del hotel había un puesto de tacos, pero con tantas opciones de comida en el interior y además de que era todo incluido, pues no se me había ocurrido comer allí.
Le pregunté a don Arnoldo que si no lo perjudicaba ese puesto de tacos para la imagen de su hotel.
-No, al contrario, conozco bien al dueño, y para todos hay oportunidad, venden tacos de carne asada, preparan la carne de res macerada y ablandada con una receta secreta de su familia, y tienen de ocho salsas diferentes. La carne asada les queda muy sabrosa, pero el secreto está en las salsas. Yo a veces ceno de esos tacos, para variarle a la comida de aquí del hotel. Te cuento: Hay salsa de molcajete, que hacen de jitomate y chiles asados en un comal de barro, con ajo y sal de grano. Esa es la que más me gusta. Hay salsa que le llaman “macha”, de chile asado molido, con aceite, cacahuate, ajonjolí tostado y semillas de calabaza. Otra es de chile habanero, muy molida y muy picante, le llaman “picaojos” porque hasta ves primero estrellitas y luego todo negro alrededor. Hay guacamole con pico de gallo pero no es enchiloso. Hay una más de chile asado, jitomate y cebolla y un poco de cilantro, pues como la de las “guacamayas” de León, de la tierra de sus paisanos. Para que no extrañes hay otra salsa como la de las tortas ahogadas, pero de la que pica, con puro chile puya, y te ofrecen también de la otra, de jitomate con especias pero casi dulce. Está la salsa de chile piquín, martajada con tomate de fresadilla asado; ten cuidado con esa porque hasta se te cierra la
garganta y luego te arderá la panza. Mira, de verdad: Casi que nada más hueles las salsas, y te dan ganas de comer…
En cada descanso en las escaleras entre los niveles había un espejo enorme, de casi tres metros de alto por dos de ancho, con marcos de bronce patinados por la humedad de la brisa marina y el salitre en el ambiente. Eso daba la sensación repentina de que se abrían nuevos espacios más allá de las paredes interiores, y había más claridad por los tragaluces del techo desde el cubo de la escalera.
Dentro del hotel había una boutique de productos para la playa y al otro lado una tienda muy bien surtida, así que no se ocupaba salir para nada.
El dueño nos contó que el hotel fue fundado por su familia en 1965, fue el más grande y exitoso de su tiempo, inaugurado por el Presidente de la República, senadores y diputados, que lo convirtieron en su favorito para vacacionar.
Luego un huracán en 1967 los había dejado con la mitad del hotel; después por el paso de la carretera les habían expropiado otra porción, y en 1988, otro huracán los dejó con sólo una cuarta parte de las instalaciones originales, además con el temporal había desaparecido casi toda la arena de la playa, y quedaba a raíz el basamento de la piedra caliza y porosa pero dura de la península. Luego tuvieron que contratar máquinas enormes para cavar en los
bancos de arena cercanos y reponer todo el material que se había tragado el mar.
Ya no eran el hotel más grande ni el más famoso pero sí les dejaba ganancias para mantenerse bien.
Una madrugada, al cumplirse nueve días de nuestra estancia en el paraíso, los soñé; aquellos esposos no eran humanos, eran dos monstruos:
Uno, era un devorador con una cabeza formada por mandíbulas retráctiles con varias hileras circulares de dientes y colmillos, más grandes y afilados hacia afuera para desgarrar y desangrar, y más pequeños y achatados hacia adentro, para triturar conforme se reducía el hueco de aquella bocaza para llegar a la garganta. Sus ojos eran solamente dos rendijas que se confundían con los dos orificios para respirar, muy atrás, casi en la nuca. Sus brazos eran más como tentáculos terminados en un solo dedo.
El otro, era un ser con la piel grasosa y color verde olivo pero casi tan transparente que se le veían las venas, sin cabello ni vello corporal, enfundado en jirones de ropas viejas, y con cuatro colmillos, dos grandes arriba y dos pequeños abajo, para succionar sangre. Sus ojos eran pequeños pero como de un reptil.
Presencié en sueños cómo aquellos dos seres salían a las calles del pueblo y rondaban en busca de seres humanos para comérselos o succionarles la sangre. Mientras, toda la gente se refugiaba entre los tubos de plata de La casita, trepaban o se
colgaban de ellos, para ponerse a resguardo y fuera del alcance de los monstruos, los que evitaban el contacto del metal y los límites de la estructura. En la carretera, atacaban a todo aquel que circulara por allí a bordo de su automóvil, o a quienes se encontraban en la playa a la media noche.
Desperté alterado, con taquicardia y sudoroso. No sé cómo pasó que los ojos se me torcían y hacía bizcos y no podía fijar la mirada en un solo punto al frente, por más que me esforzaba.
Faltaban unas dos horas para que saliera el sol. Mi esposa y mi hijo dormían, roncaban cada cual a su modo, a su manera, en su propio tono y a su propio volumen. Al escucharlos y verlos aunque con mi mirada torcida, sabía que estaban bien. Respiré con alivio momentáneo. Hasta entonces pude enderezar los ojos.
Me salí a la terraza, y me senté en uno de los equipales, para tranquilizarme. En cuanto comenzó a salir el sol, con aquellos tonos tan espectaculares, se me olvidó la pesadilla.
De todos modos ya no pude dormir bien. Cada vez que comenzaba a dormitar se me aparecían de nuevo los dos monstruos amenazantes.
Me sentía torpe, abotagado, con desgano y cansancio por no haber dormido casi.
Don Arnoldo al verme la pinta en el buffete del almuerzo, me preguntó la razón, y le confesé que había pasado muy mala noche. Me regaló en una cajita una tira de pastillas para dormir,
pero me advirtió: – Tome la mitad, porque se ven chiquitas pero algunas personas no asimilan bien los componentes y pueden ver y oír alucinaciones, y les dan lagunas mentales. Guárdelas en el refrigerador para que no se echen a perder.
En la habitación leí parte de las instrucciones: “Medicamento controlado. Use únicamente bajo prescripción médica y vigilancia. Reporte a su médico si sufre de alergia a algún alimento o medicina. Efectos secundarios: Amnesia temporal anterógrada, somnolencia, alucinaciones auditivas y visuales. Desorientación, confusión, convulsiones. Pérdida de inhibiciones. Estupor, tendencia suicida. Sensación de euforia seguida de depresión. Adjudicación de efectos y reacciones ilusorios a acciones neutrales e inofensivas. No deje de tomar de golpe este medicamento, puede causar síndrome de abstinencia, sed y estados lábiles y de melancolía”.
Pedí a mi esposa que me dejaran dormir un rato, mientras se iban de compras y a curiosear al pueblito.
Me di un regaderazo para dormir más fresco. Al salir, con una toalla a la cintura, me senté en el borde de la cama y destapé de la tira una de las pastillas. Era minúscula, pero se me había reblandecido en la mano por la humedad del ambiente. Al intentar que se partiera por la mitad, se desmoronó por completo y casi toda cayó en la toalla. Tuve que cuidar que no cayera al piso alfombrado, y recogí todas las morusas en la palma de la mano izquierda; de una vez ingerí lo más posible y me tomé casi el litro
completo de agua de una de las botellas, para quitarme el sabor amargo del medicamento. De rato me empecé a sentir algo mareado y con mucho sueño, y caí entonces como un fardo en la cama, mientras mi mente se hundía en un pozo profundo y cálido, y el destello de una luz se hacía pequeño, o cada vez más lejano.
…Dormía de cualquier lado, pero casi siempre con una mano pegada al cuello, con los dedos pulgar e índice en círculo. Yo creo, me imagino, que es un recuerdo inconsciente e instintivo de cuando tuve qué salvarme y no morir sin circulación de sangre en varias ocasiones, enredado por el cordón umbilical a causa de mis giros y maromas en el vientre de mi madre…
Desperté a media noche, desorientado, sin saber la hora, sin saber el lugar en el que estaba, hasta que vi a mi esposa Valeria dormida a un lado del bebé, y por la ventana entraba la luz de la luna; más allá de la terraza, distinguí el reflejo de la luna en el mar Caribe. Me sentí privilegiado al atrapar ese momento en mis ojos, y quise guardarlo para siempre. Sí, aquello era lo que me hacía falta desde mucho tiempo atrás…
Cuando comenzaba a acostumbrarme y estaba más a gusto que nunca, luego de dos semanas en aquel paraíso, se terminaron las mejores vacaciones de la vida.
Al día siguiente nos tendríamos qué regresar. Mientras, había qué disfrutar las últimas horas.
Para la comida en el restaurante, luego de nadar un rato en el mar, nos acompañaban don Arnoldo, su hija y su yerno, como se había hecho costumbre casi a mañana, tarde y noche desde hacía una semana.
Lamentábamos que el tiempo se fuera tan rápido. Y más, porque nos la estábamos pasando de lujo. Tan bien que íbamos …
Incluso pensé y lo dije, como al tanteo:
-¿Y si nos quedamos a vivir acá, vendemos la casa y traspasamos el negocio, y ponemos un restaurante aquí?
No sonaba mal la idea. Pero entonces de todos modos habría muchos pendientes por cerrar, liquidar a los proveedores, arreglar y cerrar el contrato de renta del local para que me regresaran el depósito de dos meses, vender la casa y tener dinero de inicio al menos para rentar otra casa allí en el pueblo y arrancar un nuevo negocio. Ya luego con el tiempo saldría para comprar otra casita. Al menos me llevaría un mes resolver todo.
A mi esposa y a mi suegra les brillaron los ojos de gusto.
-Pues sí, ya nos estábamos tardando…-respondió mi esposa, mientras daba de comer al bebé que comenzaba a inquietarse en la carreola por el calor.
-Yo le doy la papilla si quieres –se ofreció Marilyn- me encantan los bebés, mientras te puedes servir tú.
La hija de don Arnoldo se acercaba a jugar con mi hijo. De pronto se levantó, y antes de que pudiéramos reaccionar, comenzó a darle besitos en la cabeza y en los bracitos, pero como con mucha ansiedad, como si se lo quisiera comer.
-¡Mmmmmhhh, me encanta cómo huele su bebé! –casi nos gritó, como extasiada.
¿Y a esta loca qué le pasa? Yo pensé. Estaba bien pues que anhelaran tener hijos, que no habían podido concebir aunque ya andaban en los cuarentas y se les acababa el tiempo del reloj biológico. Pero sentí que era demasiado intensa en sus emociones.
El pequeño se negaba a comer, molesto y receloso, porque no aceptaba que le dieran de comer personas extrañas sino sólo sus papás y sus abuelos. Normalmente era sonriente, cariñoso y encantador, y saludaba a medio mundo con la manita, balbuceando con mucha gracia. Pero también tenía su carácter, y sus buenos ratos; comenzaba entonces a demostrar lo que le disgustaba.
-Pues ya se están tardando ustedes – le dije a Marilyn, entre risas- . Mira, así se distrae y come- y casi le arrebaté a mi niño, para jugar al avioncito con la cuchara y la comida.
Ella se me quedó viendo como alterada porque quería seguir muy cerca, y oliendo a mi hijo.
Don Arnoldo rompió la tensión del momento.
-Yo te presto para la inversión de un restaurante y vamos por mitad en las ganancias, pariente. Es más, hoy mismo o mañana temprano te adelanto una parte. Para acá de todos modos siempre va a venir la gente, haya o no haya cuarentena, y le puedes vender también a los del pueblito.
Al día siguiente, muy temprano, abrí los ojos, con tristeza. Ya nos teníamos qué despedir de Iguanas, de aquel paraíso terrenal.
Sin estar convencido me tuve qué levantar al baño. De paso, encendí la cafetera con el líquido restante del día anterior. No iba a desperdiciarlo. En la regadera abrí la llave del agua fría, pero como de costumbre con aquel clima, salió tibia.
Luego, al terminar, salí con la toalla en la cintura. Saqué las maletas del closet, me vestí con ropa ligera para poder manejar más cómodo, y me puse unos tenis, sin calcetines. Metí la ropa sucia y los huaraches en una bolsa de plástico, mientras mi esposa Valeria daba un biberón con leche al bebé. Nos miramos y sonreímos, como resignados. Claro que no nos queríamos regresar. Pero sabíamos que cada vez estaba más cerca una nueva vida, una gran aventura, un nuevo comienzo en un lugar soñado.
Sonó el teléfono. Era don Arnoldo. Me pidió que bajara a recepción.
Al llegar al mostrador, para asegurar su ofrecimiento del día anterior, don Arnoldo me entregó un pequeño portafolios.
-Son cien mil pesos. Ya me los irás pagando con las ganancias del restaurante. Es para que te animes de una vez y seas mi socio. Cuando tengas todo arreglado y regresen pueden quedarse un tiempo en el hotel mientras encuentran casa y empiezan el negocio. Me caíste bien, y me das mucha confianza, vas a ver que todo va a salir bien para ustedes y para todos, porque todos vamos a salir ganando.
Me sorprendió con sus palabras.
-No se va a arrepentir –le aseguré. –Le agradezco de corazón por su ayuda, verá que en cuanto me sea posible le regresaré este dinero y con ganancias, me da mucho gusto asociarnos y que me tenga tanta confianza.
No podía traer tanto dinero encima, y menos porque en las bermudas no me cabía el pequeño portafolios. Me escondí el dinero entre la playera y las bermudas, fui al estacionamiento donde saludé al guardia, quien estaba leyendo El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco.
-Tiene buenos gustos -le comenté-, ese es uno de mis libros favoritos desde que era chavo.
-¿Y vio también la película? –me preguntó- . A mí me entretuvo mucho.
-Sí –respondí- . También la vi cuando era joven. El que más me divirtió y me dio risa fue el Salvatore, con su “¡Penitenziagite!” y sus palabras tan alrevesadas y entremezcladas pero tan certeras.
Yo creo que el actor Ron Perlman, hasta gozó hacer a ese personaje, tan espontáneo y suelto.
-¡Penitenziagite, penitenziagite! ¡Jajajaja! –se rió el guardia.
Así entre risas me dirigí al auto.
-¡Ya le terminaron de arreglar el aire acondicionado! –me gritó el guardia desde la caseta. –Dejaron abiertas las ventanas para que no se encierre tanto y no les vaya a dar un golpe de calor a la hora que se suban.
-¡Mucha gracias! –le grité en respuesta. Ya había pagado la reparación a un mecánico, que cobró muy barato, casi nada más las refacciones. Todo era muy barato en ese pueblo, a diferencia de algunos negocios en otros destinos turísticos, más famosos, donde cobraban hasta en dólares.
Abrí la cajuela, volteé a todos lados para asegurarme de que nadie me estuviera viendo, moví la llanta de refacción y puse el dinero en un pequeño escondite de una oquedad debajo, en un doble fondo arreglado que por encargo había solicitado a un mecánico hojalatero, para guardar objetos valiosos durante los viajes. A un lado estaba el machete, oculto entre el periódico viejo. Saqué el machete como pretexto, como para amenazar a quien pudiera estarme espiando, di varios machetazos simulados al aire, como practicando, pero también como advertencia, y lo volví a guardar. Creí de repente que eso pudiera ser ocioso y hasta tonto, pero más valía asegurarse.
-Ahí le encargo mi coche, ahorita regreso –al salir le dije al guardia, quien asintió. –Le voy a conseguir algunos libros y en la siguiente vuelta en unos días se los traigo.
-Sí, por favor –exclamó, con un brillo en los ojos- porque en esta caseta me aburro mucho. Aquí nunca pasa nada, me la paso casi que nomás espantando a las gallinas y a los guajolotes para que no se zurren en los coches, pero son como una plaga. En el pueblito a casi nadie le gusta leer, en mi familia nada más a mí, y casi no consigo buenos libros, no importa que sean usados o viejos, yo se los pago.
-No hace falta, se los voy a regalar, verá –le aseguré.
-¡Penitenziagite, penitenziagite! –me dijo entre risas, con los brazos levantados al cielo y las manos empuñadas, como si fuera un grito de guerra, en agradecimiento.
-¡Salva los libros, Adso, salva los libros! ¡Penitenziagite, penitenziagite! –le respondí a carcajadas.
Subí para terminar de armar el equipaje y tomar el resto de aquel café delicioso.
Llamé a recepción para que alguien me pudiera ayudar con las maletas. Nadie contestó. Hice dos intentos más, y nada. Me animé a bajar las maletas yo solo, sin esperar a nadie, porque ya era algo tarde y no quería manejar de noche, el plan era regresar igual, de pueblito en pueblito, y no forzar el auto porque se podría volver a descomponer de algo.
En el último espejo entre el primer piso y la planta baja, vi hacia arriba por el cubo de la escalera, hasta el barandal del último piso, a aquellos dos seres como eran en realidad y tal cuales los había soñado en la pesadilla de la madrugada una semana atrás, y supe que ya venían por nosotros.
Sentí un escalofrío en la espalda y un golpe de adrenalina en las entrañas.
Mi esposa, mi hijo y mi suegra no estaban ya arriba, sino que caminaban detrás de mí bajando las escaleras sin sospechar que todos corríamos peligro.
¡El machete!
Solté aquellas inútiles y estorbosas maletas enormes y repletas. Corrí hasta el estacionamiento al otro lado de la carretera, para buscar en la cajuela del auto el machete artesanal que podría salvarnos.
Y al intentar cruzar la carretera no pude porque pasaron a toda velocidad como diez patrullas por los dos carriles, sin detenerse, con las luces y las sirenas encendidas. Los policías a bordo ni siquiera se fijaban en lo que había a los lados, sino que veían hacia el frente, a la carretera llena de baches, con mucho afán y dando gritos alarmados unos a otros.
Mientras, antes de poder pasar el camino, hasta entonces vi a don Arnoldo que estaba a tres metros de mí, con la boca abierta,
no sé si porque me iba a decir algo, o por la sorpresa de verse descubierto, y que de pronto me di cuenta de todo el engaño.
No habíamos detectado las pistas para conocer su identidad real, o de otra manera no habríamos tenido oportunidad ni de reaccionar, ni de disfrutar aquellas dos semanas de las mejores vacaciones de la vida. Habría sido simple y rápido el desaparecernos, sin montar aquella escenografía tan costosa ni aquella actuación tan profesional y convincente. Pero se notaba que si se esforzaban tanto, era por aburrimiento, para cambiar el procedimiento, porque para ellos matar para alimentarse se convirtió en una rutina asfixiante en tiempos pasados.
Don Arnoldo perdió la compostura al darse cuenta de que los había descubierto. Sus ojos comenzaron a estirarse y borrarse del rostro, como dando vueltas hacia la nuca, para retraer aquel disfraz de carne muy bien disimulado. Se le notaba como desilusión, como tristeza y lástima porque al fin había encontrado con quién platicar de asuntos más interesantes para él, pero ahora tendrían qué comernos. Era su naturaleza, de algo tenían qué mantenerse vivos y saciar el apetito, aunque él no estuviera de acuerdo con su propio instinto. Con más desgano que hambre, se quedó quieto un instante y luego se abalanzó para cumplir con el compromiso mundano y corriente de asesinar para sobrevivir… Y luego me trajeron lleno de sangre y dicen que sin heridas, en pleno delirio y con la mirada perdida a ratos. Eso, no más, es todo lo que recuerdo hasta ahorita, doctora…
-No se preocupe, señor –respondió la doctora –su familia y don Arnoldo están bien. Usted no es un criminal. Le hicieron daño las pastillas para dormir que se tomó. Encontraron vacía la caja del medicamento. Al parecer su organismo reaccionó de manera negativa, tuvo convulsiones muy fuertes y alucinaciones. El vigilante del estacionamiento lo encontró tirado cerca de su auto, con el machete en mano, ensangrentado y rodeado por gallinas y guajolotes destazados, a la mitad de un ataque de epilepsia y privado del sentido por el coraje de que los animales se habían zurrado adentro de su coche…