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¡Ay, la lejanía!

En 1810, cuando el cura famoso comenzó con su sueño, Texas tenía cuatro mil habitantes, la mayoría mexicanos, si es que el gentilicio lo podíamos inventar entonces. Veinte años más tarde, había quintuplicado su población mayormente por la concesión que le hizo el emperador Iturbide al hijo de Moisés Austin, de traer anglos de la Luisiana para colonizar esa desértica tierra. Desde entonces, para el gobierno mexicano del centro, el Norte era tierra de chichimecas, equivalente al término que en Europa le dieron a los “bárbaros” cuando no entendían su idioma.

Cuando en 1836 los texanos, que todavía hablaban inglés, se independizaron de México, el señor López de Santa Anna se fue con unas tropas a ponerlos en orden. Le pusieron una madriza, y su Alteza Serenísima acabó en una mazmorra de Galveston y firmó los Tratados de Velasco, que concedieron la independencia a los texanos. En 1845 se anexaron a los Estados Unidos. Hay algo más en torno a la anexión de California y otras hierbas, pero hoy no es el caso.

En la escuela primaria, cuando me enseñaron geografía de mi región, el mapa de Tamaulipas me pareció siempre -me lo sigue pareciendo- un elefante sentado. De alguna manera, en la repartición del estado de Coahuila, y para no dejar a Nuevo León sin un pedazo de frontera, le dieron una pizcacha de la trompa, llamada Colombia, lo que ahora el gobernadorcito Samuel García quiere inventar como gran HUB.

Será el sereno, pero desde siempre, el Norte de México, su frontera, ha sido tierra ignota para el gobierno centralista. No para el crimen: esa trompa de elefante, que va de Matamoros a lo que fue la Congregación Colombia es un estupendo trampolín para el tráfico de lo que se quiera. Desde whisky llamado Bourbon, marihuana, coca, fentanilo, paisanos o lo que se les ocurra. La lejanía no es figura romántica; es realidad peligrosa. Hoy por hoy, en el caso del Chapito y el Mayo, el presidente López no sabe cómo explicar la innegable operación de policías de un extraño enemigo en contra de quién Diosito le dio a México un soldado en cada hijo.

El otro día, en Nuevo Laredo, Tamaulipas, 191 tiendas de las llamadas OXXO decidieron cerrar porque estaban hartos sus operadores de la extorsión, que se llama cobro de piso, estaba ejerciendo el crimen organizado. El dirigente de la Cámara de Comercio, Julio César Almazán, fue asesinado de al menos siete balazos. Era un comerciante de abarrotes y carne que estaba harto de los malos.

¡Qué lejos estoy del suelo!

PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Desde su fastuosa -y ahora sí en serio fastuosa- inauguración, los Juegos Olímpicos veraniegos en un grato verano parisino han sido una delicia.

No solamente por el soberbio desempeño de los atletas en cada disciplina, sino especialmente por el esmero de la televisión francesa en mostrarnos su músculo en el terreno de la comunicación.

En una atmosfera mundial en que el terrorismo es una presencia inadvertida pero vigente, armar el desfile de barcazas con las delegaciones con mil cámaras en el trayecto, y al mismo tiempo montar números musicales de los que el más trascendente fue sin duda el de la pobre señora Dione, no es nada más de enchílame otra.

Doloroso, ofensivo, diría yo, el desempeño de los señores y señoras puestos por la televisión mexicana a narrarnos lo que allá sucede.

No solamente el manifiesto desconocimiento a cada rato de lenguas extranjeras por ellos, ellas y elles, para pronunciar el nombre de un polaco o un francés, o la ausencia de datos sobre las reglas de tal o cual disciplina, o el reaccionar simplemente al marcador que las pantallas ofrecían.

No; me irrita que en una tradición de narrativa deportiva en donde están Fernando Marcos, Ángel Fernández o el Mago Septién haya gente que tiene el privilegio de un micrófono en la mano para demostrar que no sabe usar el castellano.

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