“Flor de la perversión, noche perfecta,
tantas veces deseable maravilla y tormenta”
-Efraín Huerta
Entra narrador omnisciente con voz en off. Si Monterrey se mirase al espejo ¿a quién vería por las mañanas? Si la ciudad tuviese un ángel en un hombro y un diablo en el otro ¿a cuál escucharía? Si se acostara en el diván y tuviera qué definir quién es ¿qué diría?
Quizá estaría atormentada por las salvajes diferencias que la marcan. Quizá prefiere ignorarlas. Dicen que pocas cosas cuestan tanto como ver hacia dentro…
Corte a miércoles. Exterior. La primera tarde medianamente limpia tras semanas de aire plomizo. Conforme el sol baja, se apilan los autos que quieren entrar al hueco de la montaña. Desde la altura de los penthouses deben verse como hormigas desesperadas por entrar a su guarida.
Una Ford F-150 hace rugir la ancha garganta de su viejo motor y dribla coches con ligereza inesperada, buscando colarse al inicio de la fila. Su caja, cubierta con un camper hechizo, revela el verdadero carpooling: al menos siete albañiles viajan y ríen en su interior.
En la orilla, junto a la puerta, los dos más jóvenes (no llegan a los 18 años) miran en silencio las relucientes torres: “la línea del cielo”, le llaman a las postales de edificios altos, solo olvidaron aclarar que al cielo –cuando menos a ese– no llegan todos. Son sus manos las que las han levantado, sus manos también las tendrán en pie. Pero siempre serán forasteros.
La tarde los devuelve a ser tragados por el túnel. La cansada Ford verde llega al límite: se juega su pase contra una SUV de lujo, que en el asiento de atrás lleva a otro adolescente. Por un momento, el trabajador y el privilegiado se cruzan, pero no han de encontrarse nunca. Curioso: llevan el mismo corte de pelo que ambos le han querido copiar a Cristiano Ronaldo.
La Ford pasa primero –porque si en casi nada se le puede ganar a la miseria, cuando menos se puede acelerar– y se pierde en la oscuridad del túnel mientras la noche cae encima.
“Noches de no oír nada y ser todo, imperfectos.
Hermosa y santa noche de crueles bestezuelas.”
Corte a jueves. Exterior. Aún no amanece en el comedor de los pobres. Una señora salvadoreña espera con sus dos hijos pequeños (un niño y una niña, ambos duermen todavía) sobre la banqueta.
Aguardan porque les han dicho que, de lunes a viernes en horario de 9 AM a 5 PM, el milagro ocurre: se multiplican los peces y los panes. Se reparten sin necesidad de pasaporte, porque hasta donde ella sabe, en las orillas del mar de Galilea no había aduanas.
Lucha por mantenerse despierta cuando la espanta un grito seco, y a los minutos, el lamento de sirenas. Una multitud empieza a reunirse alrededor de una caja blanca con cruzada por lazos azules: ¡una cabeza! grita uno de los curiosos que para entonces son muchedumbre -Como la de Juan el Bautista, susurra ella aterrada, mientras aprieta a sus hijos cerca de ella.
A unos cuántos kilómetros de ahí, un televisor narra el sombrío hallazgo, pero nadie le escucha. Dos amigos hacen planes para el fin de semana: acuerdan que uno llevará una hielera con cervezas y whisky, el otro con carne. Ambas estarán rebosantes, porque aquí el cuerno de la abundancia es un rectángulo de plástico.
A veces la sangre de la carne escurre en la hielera, pero no es nada que una lavada no arregle, dice uno al otro compartiendo la sabiduría que solo dan mil parrilladas. Y el Rib-Eye de una pulgada es mejor término medio: solo hay que esperar a que sangre para voltearlo.
“Noche de fango y miel, de alcohol y de belleza,
de sudor como llanto y llanto como espejos.”